El novelista principiante estaba atascado en la página ocho de su primera novela. Entonces se dió cuenta de que estaba adoptando el punto de vista del narrador omnisciente, y de que él no tenía ni pajolera idea de nada, y que por eso le estaba resultando tan duro. Estaba claro que para sentarse a escribir una novela había que saberlo todo (omnis- y -ciente, que todis lo conocis, pensó, rememorando sus clases de latín) ser una especie de Dios con las falanges flojas, y él a duras penas conocía el alfabeto o la tabla de multiplicar del dos, así que probablemente debería arrastrar a la papelera su novela y emplear su tiempo en alguna actividad más fructífera, como aprender a cocinar en wok.
Estaba a punto de mandarlo todo al carajo cuando pensó en reescribir su novela desde la primera persona.
«Yo…» escribió. «Sólo sé que no sé nada», concluyó, y ni siquiera se le había ocurrido a él. Entonces sonó el teléfono.
-¿Sí?
(…)
-Nada, estaba escribiendo un poco. ¿Te importa que te llame luego? Estoy muy concentrado ahora.
Después de «El dingo se comió a mi bebé» y «Say Hello to my little friends!» llega «Get Off My Lawn», otra de esas grandes frases que nos brinda el séptimo arte. La frase, pronunciada por Walt Kowalski (Clint Eastwood) en «Gran Torino», viene a decir «Fuera de mi césped».
No es una frase tan célebre como las anteriores, pero creo que está llamada a serlo: es un clásico moderno, si es que alguien es capaz de tomarse en serio esta expresión. Pocas cosas tan estremecedoras como Clint, con esa cara de calavera, esa voz quebrada y amenazante, y esos ojillos como de Terminator de desguace que se le ponen.
Cuando alguien se te cuela en el supermercado, «Get Off My Lawn», cuando te pisan, «Get off My Lawn», cuando alguien se cree muy gracioso, «Get Off My Lawn», e incluso, oye, cuando alguien pisa tu césped… todos juntos: «Get Off My Lawn.»
Ayer ví «Gran Torino» y he de admitir que me esperaba más. Ese es el peaje de los tardones; que dejamos que la expectación hierva durante demasiado tiempo y luego casi todo nos parece poco. Sea como fuere, es una peli buena y muy recomendable, y sobre todo me quedo con Walt Kowalski, ese personaje amargado, nihilista, cínico y duro, aunque también vulnerable y a veces -y sin traicionar su mezquindad- tierno. Todo lo demás, el desarrollo del argumento, la historia en sí, me parece más prescindible, muy alejado de la profundidad de «Mystic River» o «Million Dollar Baby».
Además, me pasa algo similar a lo que me ocurría años ha con el arroz con leche, que no sé si me gusta o si me da asco. Si sé que la peli me gusta, pero la similitud es que no sé si Gran Torino es un canto a la tolerancia o una apología de la xenofobia. Es verdad que Kowalski acaba haciéndose amigo de los Hmongs y superando sus prejuicios, pero su forma de resolver los problemas no es precisamente de Premio Nobel de la Paz.
Al principio me sentí algo decepcionada con el final, pero después de pensarlo un poco me he dado cuenta de que es el único posible, y por lo tanto, me gusta.
Los guionistas, como cualquier otro gremio, tenemos nuestros lugares comunes. Nos gusta reunirnos y homenajear a todos los tópicos en torno a nuestra profesión. A ratos, una reunión de mequetrefes con Underwood (siempre he querido decir eso: mequetrefes… mequetrefes…) parece una convención de adictos a una sustancia muy barata y extremadamente perniciosa (como el pegamento, pero ya no en barra, que olía bien y era limpio, sino… bueno, es igual), o un asociación de animales domésticos maltratados por sus dueños; no nos gusta la frecuencia del paseo y por lo general la comida apesta, pero siempre es mucho mejor que la perrera. Nos gusta contar qué director o qué productora nos hizo la envolvente más parabólica, quién nos engañó con el contrato más maquiavélico, quién emite en el horario más absurdo (yo, sin duda), y quién nos vendió la moto de mayor cilindrada. A pesar de nuestra tendencia al victimismo, y más aún ahora que corren tiempos de incertidumbre para todos, una cena de guionistas es, casi siempre, una excusa para reírse, escuchar un puñado de historias bien contadas y esnifar todos juntos del mismo bote. Además, en el grupo, aparte de otras personalidades singulares, estaban los cuatro jinetes del apocalipsis bloguero-guionístico: en riguroso orden aleatorio, Pianista en un Burdel, Escrito Por,Guionista Hastiado y Guionista en Chamberí, quienes, con permiso de Miss Julie y Santamano, tienen en mi humilde opinión los mejores blogs de la profesión. (Si no los conocéis, os recomiendo que los visitéis. Si encima leeis lo que escriben, la diversión promete ser casi ilimitada.)
Además, admitámoslo, es un orgullo poder contar que se ha esnifado el mismo Blu tack que la Ministra de Cultura. (Sí, es una metáfora.) Ayer estuve rodeada de gente que bien tenía su móvil (aplauso), había estado con ella en el extranjero en una escuela (aplauso) e incluso le había roto una uña de un pisotón (aquí aplauden los de sindescargas). A pesar de las dificultades, a un grupo de llorones con la vanidad maltrecha a perpetuidad como nosotros, nos sentimos orgullosos de que uno de los nuestros lleve una cartera de cuero y no por ser trabajadora de correos. Al llegar las sentidas confesiones de descargas, enseguida nos pusimos «¡A la ministra que vas!», «¡Mira que llamo a Angelines!» y así. Luego, por supuesto, nos fuimos a tomar una copa y allí llegaron los chistes de actores.
«Dos actores se encuentran. Uno le pregunta al otro, ¿Qué estás haciendo? y el tío le responde, «Hamlet». «Ah, Hamlet. ¿De qué va eso?» Y el otro actor responde: «Mira, es la historia del vigilante de un palacio…»
Aproveché la coyuntura para contar otro que me hace muchísima gracia.
«Se encuentran dos actores. Uno le dice al otro, «Por cierto, el otro día te ví salir del metro de Plaza de España», y el otro le responde, complacido. «¿Ah, sí? ¿Y qué tal estuve?»
Estábamos cacareando, riéndonos, felices, sorbiendo nuestras copillas como unos piojos, cuando de repente empezamos a oír una voz jupiterina que exigía, «Miradme, miradme, he dicho que me miréis». Se trataba de un conocido actor de cine y televisión «Eh, que me miréis, cojones» y no paró «Miradme, miradme» hasta que los once le miramos con atención. Entonces, se situó en el centro del corro y dijo, solemnemente: «Y ahora, a escribir.» Tal y como había venido, se fue, dándonos material para otro chiste de actores.
Fue una cena estupenda y me alegro mucho de haber visto a viejos colegas, y de haber conocidos a algunos nuevos. Y es que, en una cena de guionistas, donde hay pena hay alegría. Vivan los mequetrefes.
No sé qué planes tenéis, pero hoy es el mejor día para visitar la exposición de fotos de Naiara Briones.
Además, no os queda mucho tiempo, porque está en el pasillo que da acceso a la Terminal T-2 del Aeropuerto desde el Metro y el Parking P-2, y sólo podéis verla hasta finales de abril. No hace falta coger un avión para descubrir a esta joven artista vasca. (Bueno, si no estáis en Madrid, entonces a lo mejor sí. Aunque podéis haceros una idea viendo las imágenes.)
Lo que me gusta de sus fotos es que revelan una mirada propia, un estilo personal entre poético y pop. En sus propias palabras, «investiga los estereotipos del mundo que nos rodea intentando mezclar los significados de aquello que nos enseñaron en la escuela que jamás mezclarían bien. Mezclando de manera homogénea lo heterogéneo, alterando los conceptos en una imagen final que cuestiona la realidad aceptada sin preguntas».
Lo que me gusta de las fotos de Naiara es precisamente eso, la capacidad de generar choques de ideas y sobre todo, de sorprender mediante unas imágenes tan potentes como misteriosas. La muestra, compuesta por 30 fotografías de gran formato, es una selección de imágenes de varias series de fotografías donde, mediante reproducciones de bodegones elaborados con comida, la artista trata temas como la integración de los inmigrantes en España, la problemática del tabaco o la importancia de un planeta más sano para todos.
La exposición se llama «Cómete el mundo», y si hay algo de sentido en el mundo artístico, espero que Naiara haga precisamente eso. Y recordad, cuando su talento esté en boca de todos, no olvidéis que fui yo quien compartí este secreto a voces con vosotros.
Esta mañana me he emocionado un poco viendo esto. Será porque soy un poco mema, o porque estos días grises me dejan apaisada, pero ver a esta mujer horrenda, mal vestida, en paro y de mediana edad llegando ante el jurado y diciendo «Me llamo Susan Boyle. Tengo 47 años, pero eso es sólo una parte de mí», y acto seguido, oírla cantar como canta, me ha parecido muy trascendente. Porque frecuentemente, todos los que tenemos profesiones más o menos creativas, nos olvidamos de la Susan Boyle que llevamos o alguna vez hemos llevado dentro. Nos olvidamos de por qué empezamos a hacer esto en primer lugar.
Unos señores se han reunido en Valencia para celebrar el Segundo Simposio sobre Teorías de la Conspiración y han llegado a la conclusión de que Jordi Hurtado está muerto.
Según el análisis que reproduce el Periódico de Catalunya,
Las personas que han escudriñado a conciencia las emisiones de ??Saber y ganar?, animados por la sospecha de que «nadie en su sano juicio presenta un programa así durante 10 años seguidos», han descubierto detalles como que Hurtado «no ha cambiado nada» a lo largo de una década, que «no ha perdido un pelo» ni «ganado arrugas», y que en todo este tiempo ni siquiera «ha cambiado de gafas».
Y lo que es más extraño: no comparte plano con nadie. Nunca. «Es evidente que a este señor, a sabiendas de que iba a desaparecer del mapa, le hicieron grabar todas las respuestas y preguntas posibles, con todos los trajes y corbatas posibles, sobre un fondo neutro, y que llevan años cortando y pegando esas intervenciones con las de los concursantes».
Desde la teoría de la bala loca de Kennedy no había oído algo tan asombroso e inspirador. Por fin me han quitado el velo de los ojos.
Cualquier persona inquieta como tú, como yo, que vamos por la vida pensando en realidades paralelas que nos son vedadas para que el orden prevalezca sobre el caos que implicaría conocer la Verdad (MARCA REGISTRADA), siente vértigo al descubrir que somos objetos de un continuo engaño. Primero, la presencia humana en la Luna. Segundo, el cambio climático. Y ahora esto. Miénteme sobre la carrera espacial. Miénteme sobre la salud del Planeta. Pero jamás oses tomar el nombre del conductor de «Si lo sé no vengo» en vano.
No sé cómo he podido estar ciega todo este tiempo. Si fuera cierto que Hurtado vive, debería haber desbancado hace tiempo a Ana Rosa como reina de las cremas antienvejecimiento, habiéndose erigido como el monarca absoluto de los potingues de baba de caracol. Se habrían escrito novelas como «El retrato de Jordi Hurtado», se habrían rodado películas como «El Curioso Caso de Jordi Hurtado» y cada Navidad el presentador habría hecho un posado con George Clooney después de inflarse a comer bombones Ferrero Rocher (su genética es tan portentosa que tampoco engorda) e inaugurar tiendas de Porcelanosa y Armani.
Y estoy bastante segura de que nada de esto ha ocurrido, ergo Jordi Hurtado a) está muerto b) es un robot c) ha sido abducido por los alienígenas.
Yo me decanto por la última teoría por lo siguiente: «Es evidente que a este señor, a sabiendas de que iba a desaparecer del mapa, le hicieron grabar todas las respuestas y preguntas posibles».
Todo esto sólo tiene una explicación posible. Como precio para no acabar con la raza humana, los marcianos exigieron a la dirección de RTVE la entrega de Jordi Hurtado para que amenizara las largas noches de la Vía Láctea con su simpática gestualidad facial. Además, la inmensa cultura que atesoraba este hombre de aspecto despistado y atemporal les servía para otro propósito: extraer todo el conocimiento del ser humano para emplearlo en su beneficio. Vamos, que mataban dos pájaros de un tiro. «Todo sea por el ser humano», pensaron en Televisión Española, y sabiendo que en quince días tenían que enviar a Hurtado a Marte, se pusieron a grabarle haciéndole todo tipo de preguntas absurdas. Jordi no puso objeción, puesto que estaba al corriente de su condición de mártir intergaláctico y hasta le parecía bien. Después de las agotadoras jornadas de grabación (¿cuánto son seiscientos sextercios? ¿cómo se llaman los naturales de Cuenca? ¿Oro parece plata no es…?) le dejaron subido a la cúpula del Planetario con un bocata de chorizo y una cantimplora, y ahí se le perdió el rastro.