LA VIDA DE LOS OBJETOS (I)

Acabo de encontrar esta página que muestra el lugar en el que Roald Dahl escribía. Era una caseta situada más allá de su huerto en su jardín de su casa de Great Missenden, Buckinghamshire. Nadie podía entrar; ni siquiera su familia. Su ilustrador y amigo Quentin Blake solo lo vio una vez.

Roald Dahl en su búnker de escritura.

En su interior, como veréis, tenía un sillón tuneado con una tabla verde para escribir a mano (preferiblemente, a lápiz) atravesada de brazo a brazo, y la verdad es que me encantaría comprarme uno parecido, a ver si así me animaba a escribir más de lo que escribo. Además de ese sillón tan fantástico, tenía todo tipo de objetos: fotos y cartas que le habían enviado sus fans, un calefactor eléctrico colgando frente a su cabeza, mantas, e incluso un trozo de cadera que le habían extraído en una operación. Dahl creía que ese aparente desorden de cosas a su alrededor le inspiraba y le ayudaba a crear la atmósfera necesaria para la escritura. (Seguro que no tenía wifi.)

Y después ha aparecido esta foto del escritorio de Stephen King. En su estupendo libro «Mientras Escribo (On Writing)» habla de cómo su mujer le preparó un nuevo escritorio después de pasar varios meses rehabilitándose tras el atropello que sufrió y que le tuvo mucho tiempo hundido, moral y físicamente. En esa mesa estaba su Powerbook, un ventilador, folios, varios lápices y una Pepsi bien fría. Yo soy más de Coca Cola, pero al leer ese párrafo del libro casi siempre me emociono, pero no por la enumeración de objetos. Pero esa relación de cosas, la creación de ese lugar físico es más importante de lo que parece.

Y por supuesto, si te has leído unas cuantas (casi todas) novelas de Paul Auster, acabas envidiando de forma absolutamente irracional la sencillez espartana en la que sus protagonistas se ven casi forzados a escribir: cajas de cartón, cuadernos listados, lápices y una habitación por lo demás, vacía. En el otro extremo, el horror vacui fotográfico de Ramón Gómez de la Serna parece la creación de un procrastinador experto. (Aunque de su torreón salieron miles de páginas imprescindibles… como por ejemplo Automoribundia.)

Siempre que quiero escribir me digo que es un problema de tiempo, y a veces lo es, pero también de espacio. Creo que si supiera conjugar el momento idóneo con el lugar adecuado no tendría excusa para postergar el tramo final de la novela que estoy escribiendo. Excusas siempre las hay: el trabajo (en mi caso, también es escribir, y me hace feliz y me absorbe a partes iguales), la vida, el cansancio que me hace deslizar perezosamente los dedos por el portátil mientras me voy derrengando en un sofá, a veces frente al televisor, a veces frente al ordenador con demasiadas ventanas abiertas. Quizá aislarse sea la única manera, pero hoy en día es muy difícil.

Tengo un lugar preparado en mi casa para cuando me quede sin excusas: tengo una mesa, una ventana que da a la calle, un ordenador, una lámpara. Sé que las horas adecuadas que me harán escribir están flotando por encima de esos elementos, pero por alguna razón, no me decido a sentarme y escribir.

Viendo el espacio de Roald Dahl vacío te das cuenta de que ese lugar estaba muy vivido, de que era su verdadero hogar. Quizá eso sea lo que me haga falta: habitar ese escritorio, habitar ese desenlace como si fuera mi vida la que se está escribiendo entre esas paredes y frente a esa ventana… que no es ésta. Pero quizá, al contar aquí lo que no debiera, me quedo sin excusas para no escribir.

Ojalá.

¿Y vosotros? ¿Alguna rutina o cubículo mágico para escribir?