Esclavos de Ikea

La independencia me ha hecho descubrir varias cosas. Por ejemplo, que el azúcar no crece en los armarios, que el café no llueve en el campo, que el papel higiénico (así como toda la celulosa en general) no se regenera por las noches y que las pelusas no tienen ni patria ni dios ni amo. Además, hoy, he ido a Ikea por primera vez en mucho tiempo y la primera vez con ánimo de «Redecorar mi vida».

¿Qué queréis que os diga? Me parece un coñazo Ikea, y el diseño no me parece para tanto. Está bien, es barato, cada mueble tiene un nombre, tienen de todo… bueno, no sé. Me parece que exige muchísimo esfuerzo ponerse un piso en Ikea. Por suerte, mi piso está prácticamente amueblado ya (y de Ikea he de admitir) pero ya me lo he encontrado así y lo pago a buen precio (de mercado.) Sólo necesitaba estanterías y cosas así para depositar mis libros y DVDS (más bien una antología de ellos) y he ido recorriendo toda la tienda como un hámster en un experimento de laboratorio hasta encontrar estanterías de menos de 80 centímetros. Me he llevado una bastante fea, pero me han dicho que claro, que es una estantería, que no se ve. También he cogido una cajonera con ruedas para meter mis papeles (el clásico mueble del caos que toda casa debe tener) y una mesa baja para la impresora. En medio, me ha dado tiempo a saturarme de nombres raros, de Billys, de Boobys, de Kilsber, Rotintin, he cogido manoplas, trapos de cocina, felpudos («Hessen») y me he inflado a ver alfombras y cojines horrendos.

Y eso no es lo peor. Después de anotar todas las referencias, recorrer la tienda entera, llegas a la planta de abajo donde te enfrentas con un almacén descomunal donde tienes que ir cargando como un esclavo con tus mueblecitos, (aunque a veces llegas y… oye, no están) en dos tipos de carritos. No puedo expresar mi desolación al buscar mi cajonera goliat en el interior de una nave industrial llena de frío, cartón y estructuras metálicas que se pierden en las alturas.

Y luego, a pagar. Los muebles no cabían en el coche, y el mero pensamiento de montarlos con estas manitas me dio sudores fríos. Así que he pagado para que me los traigan y los monten y me da igual todo, creo que no pienso volver. Que lo haga otro. Que lo haga mi casero. Que lo haga algún sueco. Me toca un pie.

¿Por qué no me gusta Ikea?

1. Primero y menos importante. Porque venden ese rollo de «redecora tu vida» como la panacea de la felicidad urbana, lo disfrazan de libertad y estética, cuando en realidad te están dando por saco desde que entras hasta que te vas. Pero claro, vendiendo felicidad, así cualquiera. Felicidad homogénea y globalizada, la misma aquí que en cualquier sitio, y si triunfan en su lavado de cerebro hasta puede que acabes comprándote el felpudo de la «república independiente de tu casa.»

2. Porque aunque sus objetos y muebles son monos y tienen buen precio (eso no lo discuto), invierten la relación habitual de cliente servicio. Si a mí me haces ir a tomar por saco (a San Sebastián de los Reyes) a recorrer una superficie equivalente a cinco campos de fútbol, donde me dejas comprar a precio de saldo unos muebles a medio hacer, para que yo los saque de la nave industrial con mis manos desnudas, los transporte a la civilización y los monte en la intimidad de mi casa, ya no sé si tú trabajas para mí o yo para tí. En el segundo caso, ¿qué hago pagándote, después de que me utilices como distribuidor, transportista y mano de obra barata?

Vaya chollo Ikea. Te esclaviza y te hace sentir cool al mismo tiempo.
Lamento no pasar por el aro.
Qué le voy a hacer, si me gustan los hombres duros, la carne hecha y los muebles terminados.

Lo de los hombres duros no es necesariamente cierto, pero quería escribirlo, a ver si quedaba tan pintón como sonaba en mi cabeza.

El hombre más sexy vivo ¿o es el hombre vivo más sexy?

En cualquier caso, la revista People dice que es Hugh Jackman.
Dejad de pensar en hombres sexys muertos y agusanados porque este mes se lleva la sangre circulando y el color en las mejillas. Claro, eso de «Sexiest Man Alive» queda muy cool en inglés, muy de western.

En esta lista, aparte del australiano Jackman, aparecen Daniel Craig, (¡long time no see!), John Hamm (el prota de Mad Men), el pansinsal Zac Efron, Javier Bardem o Michael Phelps. A mi esta lista no me dice nada. Si tengo que quedarme con el odioso condicionante de que estén vivos, mi top five sería más bien éste:

1. Kiefer Sutherland.
En casi todas las temporadas de 24, salva al mundo y se enamora al mismo tiempo. ¿No es una mezcla perfecta de valentía y sensibilidad? Por no hablar de esa voz rasgada y sexy que pondría a ronronear a la misma Margaret Thatcher. Vale, este también es Kiefer, pero esto sólo muestra que el tío sabe divertirse.

2. Eric Bana.
Otro australiano que quita el hipo (o que te lo pone.) Además de ser un actor excelente, tiene una mirada que transmite humanidad e inteligencia. Y quien no entienda de sutilezas de mirada, que se fije en su cuerpo y en su pelazo. Qué escándalo.

3. Christian Bale y Josh Brolin, exaequo. Los dos son ideales para amores fronterizos de ésos que se marchan a la mañana siguiente después de escupir un buche de tabaco en el cobertizo de las gallinas. Bueno, a quien le importan los buches de tabaco ni las gallinas de las narices, lo que importa es ver a estos hombres de rasgos delicados pero firmes, tan masculinos y tan buenos actores.

4. Clive Owen. Un seductor del viejo mundo, un tío que, como se suele decir de forma un tanto enigmática, se viste por los pies y se toma el té a las cinco. Nunca estuvo tan sexy ni tan descerebrado como en «Closer». Otro que se gasta una voz que derrite hasta a la señorita Pepis.

5. Y en la nunca suficientemente ponderada categoría Yogur, Shia Labeouf.

Se me quedan fuera un montón, pero prefiero oír vuestras opiniones. Os podéis inspirar en este vídeo de People que muestra a 100 señores atractivos en menos de un minuto, y que da varias ideas.

007: Cuánto sol Hace

Admito que no he seguido la saga de 007 con demasiado interés, a pesar de que me gusta el cine de acción bien hecho. Ayer, y gracias al empeño de un amigo, vi «Quantum of Solace», dirigida por Marc Forster, y escrita, entre otros, por Paul Haggis. Y me gustó un montón.

«Quantum of Solace» es una peli casi abstracta, muy minimalista. No digo que sea cine de autor, sino que hay poca historia, mucha acción, bastante más estética que contenido. Y que es una experiencia que se percibe más a través de los sentidos que por la comprensión intelectual de la historia, que es bastante vaga, y parece una sucesión de escenas de acción que transcurren en paralelo a un evento (una carrera de caballos en Siena; una ópera en Austria) que culminan en un tercer acto incendiario y algo aleatorio, lleno de tortazos, disparos, navajazos, llamas y oneliners al estilo Bond.

Además «Quantum of Solace» cuenta con un villano ecologista y derrocador de gobiernos aliado con EEUU, lo cual no es moco de pavo, y con la presencia de Fernando Guillén Cuervo haciendo el papel de un militar boliviano.

QOS es un baño para los sentidos.

Sin embargo, lo que más interesante me parece de la Saga Bond es que cada entrega significa una revisión de la modernidad y del estilo: desde aparatos tecnológicos hasta impecables trajes o coches, interiorismo, arquitectura y por supuesto formas de contar visualmente la historia. Ya sólo para los amantes de la belleza eso nos vale. Cada peli de Bond es como una especie de Vogue multidisciplinar en movimiento.

Bueno, y no voy a hablar de lo atractivo que es Craig. A mí no me lo parecía pero después de ver la peli, me rindo, me rindo y me rindo. Le quedan tan bien los trajes hechos a medida como los envoltorios de piel humana, tiene unos ojos alucinantes y una voz increíble. Pero sobre todo tiene carisma. (Al final he hablado de lo atractivo que es, pero sorpresa, no soy de piedra.)

La clase de carisma que te hace patear a un fulano y matarle en dos minutos, abrir su armario para coger una cazadora del pobre desgraciado y que te siente como una tiara de diamantes.

La clase de carisma que te hace no tener que pedir las cosas por favor.

La clase de carisma que te permite decir mucho más con una mirada que con mil palabras.

La clase de carisma que destila alguien que se pelea por cloacas, cúpulas y tejados y después camina erguido como una vela y sin despeinarse.

La clase de carisma con la que llevas unos pantalones blancos y parece que nadie los ha llevado antes que tú.

Así es cómo me gustaría enfrentarme ante la presencia indistinta de villanos, enemigos, golpes o presencias sugerentes del sexo opuesto: con un aplomo monumental, ropa impecable y flema británica.
El mundo sería mío.

El uso de la tragedia

Las desgracias ocurren  a diario. Todos los días hay atropellos, asesinatos, historias de maltrato, secuestros, coacciones, casos de acoso laboral, injusticias, tropelías, palizas y vejaciones, crímenes horrendos a los que ya te acabas acostumbrando. Aquellos que son extraordinarios, como el caso del carnicero de Amstetten, logran infiltrar la piel endurecida que hemos ganado a base de tanto conocer sucesos. Otros, sin embargo, no logran el mismo grado de interés. Nadie recuerda los sesenta y tantos nombres de las mujeres que mueren a manos de sus parejas cada año.

El caso de Álvaro Ussia, un joven de 18 años muerto a golpes en la puerta de la discoteca El Balcón de Rosales, sí parece concitar el interés de los medios y erizarnos las plumas a todos.

No es el primer chico que muere a manos de un gorila discotequero, ni será el último.

Pero el chico es de buena familia, con pinta sana y además guapo. Y es el vehículo perfecto para conmover a la gente, mejor que un chico magrebí, pobre y sin papeles a quien puede reventar otro portero descerebrado sin que nadie se sienta aludido por ello. Dale una rostro hermoso a un drama, y venderás millones. Que se lo digan a todos aquellos que han creado horas y horas de nada televisiva a costa del caso Madeleine. No quiero decir que no me parezca una gran tragedia, ni le estoy quitando relevancia. Pero es el símbolo del drama. Cuando un miembro «protegido» de la sociedad muere en una situación tan gratuita y brutal como ésta, la alarma social se dispara porque todos nos sentimos en peligro.

Y esta cadena de conmoción se convierte en un látigo de varias colas. Después del cierre del balcón de Rosales (hecho que aplaudo) se cierran Moma, But, Macumba y la Riviera. Y eso me hace pensar en el latinajo «Excusatio non petita, accusatio manifiesta». Vamos, que hay irregularidades a tocomocho, y ahora se apresuran a cerrar discotecas como si eso fuera a minimizar la tragedia o a limpiar la imagen del ayuntamiento, logrando lo contrario: poner de manifiesto la relajación en la gestión de los locales de ocio (a falta de un término mejor.)

Me molesta sobremanera que la tragedia se transforme en una expresión represiva, un murmullo de despacho «En Madrid no se divierte nadie, me cago en Dios». Yo he ido a varios conciertos inolvidables en la Riviera y me parece indignante que se cierre, y menos como expresión de una carambola trágica, de una culpabilidad que detona en el momento más aleatorio para calmar conciencias y convencer a los ciudadanos de que en Madrid se cumple la ley.

Conmigo no ha funcionado.

Tócate los cojones, Mariloles

Me encuentro con mucha gente muy interesada en saber cómo trabajamos los guionistas, en conocer qué tipo de actividades llevamos a cabo, cómo repartimos nuestro tiempo en las salas de trabajo. Pues bien. Esto es lo que hacemos.

Todos nuestros esfuerzos persiguen el mismo objetivo: diseccionar las profundidades del alma humana.