Llamamos a la puerta.
Ahí estábamos, con la escoba palo y la bolsa con los utensilios que nos habían prestado para rescatar la cámara, esperando bajo la lluvia. Los americanos biólogos no abrían. Volvimos a llamar, y nada.
-Les podemos dejar sus cosas y unos dólares bajo la puerta.-Dijo S.O.
-Eso queda muy feo, ¿no?-contesté.
-Mejor que irse por las buenas…
-Ya. A lo mejor han salido.
-Sí, o están follando.
-Pero qué dices, sólo porque dos tíos estén juntos y sin camiseta no significa que…
Entonces oímos unos pasos. Tragué saliva. Detrás de la puerta apareció Jack, las manos envueltas en unos guantes de látex empapados en sangre, blandiendo un cuchillo de buenas dimensiones con el filo empapado en rojo en una mano y una mollejilla asquerosa de algo imprecisable en la otra.
-Hey! Did you get it out?-dijo con una sonrisa que de repente y por motivos obvios se nos antojó bastante siniestra.
-No, we couldn’t…
Jack dijo que era una tristeza. Ese o empezó a explicar cómo habían sido nuestros intentos, pero noté cierto nerviosismo en su tono de voz, lo cual me parecía perfectamente normal, porque yo tampoco estaba como para enhebrar agujas. Entonces escuchamos un ruido seco, seguido de otros iguales, como de algo cortante y sólido golpeando una carne tierna. Era Tom, al fondo, en la cocina, con una pequeña hacha, troceando lo que parecía ser un costillar de vaca, vestido con un delantal sanguinolento -para no variar- encima de su pecho desnudo. Ese o y yo nos miramos con aprensión, mientras Jack nos explicaba que hacían la compra una vez al mes en San José, porque no se fiaban de los comercios de Monteverde; congelaban una vaca, la guardaban en una cámara en la parte de atrás de la casa e iban sacando piezas de vez en cuando, troceándolas más pequeñas para almacenarlas en el congelador de la nevera. Tom se acercó, también sonriente, retirándose los rizos con el dorso de la mano y manchándose la frente de coágulos sin darse cuenta. Al oír por boca de Tom de nuestra falta de éxito, también se mostró empático con nuestra pérdida. Yo me puse a estirar discretamente del impermeable de Ese O, como diciéndole «Venga, tira», cuando él dijo:
-Oh… And there’s other thing.
Jack, con sus guantes y su cuchillo, Tom, con su delantal y sus rizos pegajosos, nos miraban expectantes. Su sonrisa se transformó en una expresión de curiosidad no exenta de una ligera hostilidad.
Yo miré a Ese O, e intenté imaginar qué aspecto tendríamos los dos colgados como dos morcillas en la cámara de los dos biólogos, junto a las vacas y los armians, que fueran lo que fueran, seguro que también se los comían.
-If you ever come to Madrid, please let us know and we will be happy to give you a tour.
La sonrisa volvió a las caras de los americanos, y se deshicieron en elogios y en agradecimientos. Ese O les entregó el palo escoba y la bolsa, y pidió un papel para apuntar nuestros datos por si venían a Madrid.
-Ya pones los tuyos, si eso.-Dije yo.
Jack se quitó los guantes, se limpió en el delantal de Tom y nos dejó un cuaderno. Ví que Ese O escribía lentamente, y admiré su calma chicha hasta que comprendí que tardaba tanto porque se los estaba inventando mientras los iba dejando caer sobre el papel.
-Here you go, dijo Ese o, que como creo que ya he mencionado, tiene mucho mundo.
Los americanos nos dieron las gracias otra vez, y comenzamos nuestro descenso. «Desde arriba no ven el poste ni de coña», dijo él. «¿Seguro que no lo ven?», pregunté yo angustiada. «No sé, Ángela, ¿nos vamos, vale?», yo asentí y los dos empezamos a apretar el paso por la pendiente hacia abajo, las piedrecitas del camino revoloteando bajo nuestros cada vez más rápidos pies. No sé si fui yo o si fue él, el caso es que del paso rápido pasamos a trotar alegremente, y más aún cuando empezamos a oír que los americanos nos llamaban desde arriba, desde la puerta de la casa. «¿Qué coño quieren?» «No sé, tú corre», «Ay, que han visto el poste doblado, te dije que no tenías que hacer eso, ¿te lo dije o no te lo dije?», «Corre y calla», dijo Ese o, mientras Jack, o quizá fuera Tom, seguía gritando, y nosotros pasamos del trote al galope, y cuál no sería nuestro pánico cuando el tío echó a correr detrás de nosotros, a perseguirnos, gritando que parasémos. Entonces nos pusimos a correr como si no hubiera mañana y creo que se me escapó un grito histérico. Pero Ese O recuperó su dignidad, se paró en seco y me puso la mano en el hombro.
-No corras.
-Todo el día «no corras, no corras», ¡¡Tenía que haberme ido a París!! ¡O haberme quedado en casa leyendo «La regenta», joder!
Nos callamos, nos paramos y nos giramos para ver llegar a Jack. Con un hilo de voz, Ese O le dijo a Jack que no le habíamos oído. Jack dijo con una gran sonrisa que debíamos de estar medio sordos, y depositó algo en la mano de Ese O: la linterna de la cabeza, la habíamos metido en la bolsa por error. Le dimos las gracias y nos disculpamos por haberle hecho bajar. Nos deseó buen viaje y le dimos la mano. Seguimos bajando despacito, recuperando el resuello. De vez en cuando nos girábamos para ver si Jack subía, y si él también se giraba, le saludábamos con la mano. Cuando le perdimos de vista, respiramos profundamente.
Recorrimos el resto de la senda hacia abajo en silencio, llenando de aire nuestros pulmones y tranquilizando la carrera de nuestros corazones. Ese o me cogió de la mano, y yo le sonreí. «Eres gilipollas», le dije. «Tu dos por gilipollas», respondió él. Íbamos tan felices y nos sentíamos tan aliviados que no reparamos en lo que había al final del camino:
Un policía apoyado en el poste doblado, al lado de nuestro coche, y su vehículo policial cruzado delante del nuestro. El policía nos miraba con una sonrisa venenosa que te helaba la sangre en las venas.
-Buenos días.-dijo con una voz pastosa- ¿Este coche es de ustedes?
Le dijimos que sí. ?l empezó a decir que no se podía dejar ahí, que la carretera era estrecha y muy peligrosa, con eso de que estaba sin asfaltar, y que nuestro carro era muy voluminoso. Nos excusamos diciendo que habíamos ido un momento a darle algo a unos amigos, unos amigos biólogos que estaban en Costa Rica estudiando los armians, y que no podíamos aparcar en otro sitio. La explicación pareció satisfacerle sólo a medias, aunque eso también era difícil de precisar, ya que estaba bastante borracho y se le iba la vista, mientras seguía apoyado en el poste doblado, mirándonos como una serpiente antes de lanzarse a engullir su presa.
-¿De dónde son ustedes?-preguntó.
-De España.
-Ah, España. Qué gran país. Aparte del latín, ¿qué otros idiomas se hablan allá?
Los dos nos miramos algo alucinados.
-Pues vasco, catalán…-Empezó Ese O.
-Bueno, y algo de español, ese dialectillo-dije yo, ganándome un codazo de ese o en todas las costillas.
-Lindo país. ¿Me permiten sus pasaportes?
Se los permitimos. Con los documentos en la mano, nos hizo una pregunta.
-¿Saben ustedes esa historia de los turistas que dejan su coche donde no deben y la policía les pide unos dólares para no ponerles una multa?
-A mi es que si no me lo dicen en latín…-dije yo, porque soy gilipollas.
-Eeeh…
Hasta el mismo Ese O se había quedado sin palabras. Y entonces ocurrió. El poste, en el que el poli cocido llevaba un buen rato apoyado con todo su peso, cedió por fin y el hombre se cayó al suelo. Nos miramos con una nueva angustia. Abrumado por la ira contra el poste, el policía se levantó y empezó a patear la base del poste, a insultarlo, «Pinche poste soplapingas, te vas a enterar de quién es Alfredo Moreno…» ante nuestra mirada atónita. Después de quedarse a gusto, se detuvo a tomar aire, pero acto seguido, le metió un tremendo patadón, el golpe de gracia, que hizo que el poste se rompiera del todo, cayendo al suelo y dándole en el pie. «Mieeeeeerda, hija de una puta», gritaba el poli, agarrándose el pie con una mano y saltando a la pata coja en círculos como un mono en celo. La tentación de asomarse al interior del poste era tremenda, pero nos mantuvimos quietos, cruzándonos una mirada de entendimiento. El policía dejó de dolerse del pie y de repente vió algo.
-¿Qué es eso que hay ahí bajo?
Nosotros nos encogimos de hombros. El policía metió la mano y sacó la cámara. «Linda cámara, ¿eh?» Los dos asentimos. «Qué cosa. Quién sabe cómo habrá llegado hasta ahí, ¿no es cierto?» «Es cierto, es cierto», contestamos Ese o y yo al unísono. El hombre empezó a manipularla y quiso sacarnos una foto. Al hacerlo, sin embargo, vio una de nuestras fotos en la memoria y nos miró con sorpresa.
-¿Es suya la cámara? ¿Han hecho ustedes esto en el poste?-preguntó con una sagacidad deductiva que nos impresionó muchísimo.
300 dólares más tarde, seguimos nuestro camino con la cámara mojada y llena de arañazos, y lo que es más importante, con la salud intacta y la dignidad un poco mermada. «Qué bien, la hemos recuperado», dije yo con un entusiasmo tan falso como pírrico. «Sí, es genial», dijo él, antes de pedirme que no escribiera nada de esto en el blog. «¿Yo? ¿Por quién me tomas?», contesté.
Así volvimos a la carretera, recorrimos la preciosa región de Guanacaste, haciendo fotos como ésta, hasta llegar a nuestro destino final: una de las playas más hermosas de Costa Rica, Playa Conchal. Nos quitamos los zapatos, y paseamos por la orilla de arena blanca repleta de conchitas y caracolas mientras el sol caía lentamente hacia el mar. Y así, en silencio, encontramos nuestro final feliz, que, como todo el mundo que ha visto suficiente tele sabe, no es ni más ni menos que un nuevo comienzo.