Costa Rica: El Desenlace

Llamamos a la puerta.

Ahí estábamos, con la escoba palo y la bolsa con los utensilios que nos habían prestado para rescatar la cámara, esperando bajo la lluvia. Los americanos biólogos no abrían. Volvimos a llamar, y nada.

-Les podemos dejar sus cosas y unos dólares bajo la puerta.-Dijo S.O.
-Eso queda muy feo, ¿no?-contesté.
-Mejor que irse por las buenas…
-Ya. A lo mejor han salido.
-Sí, o están follando.
-Pero qué dices, sólo porque dos tíos estén juntos y sin camiseta no significa que…

Entonces oímos unos pasos. Tragué saliva. Detrás de la puerta apareció Jack, las manos envueltas en unos guantes de látex empapados en sangre, blandiendo un cuchillo de buenas dimensiones con el filo empapado en rojo en una mano y una mollejilla asquerosa de algo imprecisable en la otra.

-Hey! Did you get it out?-dijo con una sonrisa que de repente y por motivos obvios se nos antojó bastante siniestra.
-No, we couldn’t…

Jack dijo que era una tristeza. Ese o empezó a explicar cómo habían sido nuestros intentos, pero noté cierto nerviosismo en su tono de voz, lo cual me parecía perfectamente normal, porque yo tampoco estaba como para enhebrar agujas. Entonces escuchamos un ruido seco, seguido de otros iguales, como de algo cortante y sólido golpeando una carne tierna. Era Tom, al fondo, en la cocina, con una pequeña hacha, troceando lo que parecía ser un costillar de vaca, vestido con un delantal sanguinolento -para no variar- encima de su pecho desnudo. Ese o y yo nos miramos con aprensión, mientras Jack nos explicaba que hacían la compra una vez al mes en San José, porque no se fiaban de los comercios de Monteverde; congelaban una vaca, la guardaban en una cámara en la parte de atrás de la casa e iban sacando piezas de vez en cuando, troceándolas más pequeñas para almacenarlas en el congelador de la nevera. Tom se acercó, también sonriente, retirándose los rizos con el dorso de la mano y manchándose la frente de coágulos sin darse cuenta. Al oír por boca de Tom de nuestra falta de éxito, también se mostró empático con nuestra pérdida. Yo me puse a estirar discretamente del impermeable de Ese O, como diciéndole «Venga, tira», cuando él dijo:

-Oh… And there’s other thing.

Jack, con sus guantes y su cuchillo, Tom, con su delantal y sus rizos pegajosos, nos miraban expectantes. Su sonrisa se transformó en una expresión de curiosidad no exenta de una ligera hostilidad.
Yo miré a Ese O, e intenté imaginar qué aspecto tendríamos los dos colgados como dos morcillas en la cámara de los dos biólogos, junto a las vacas y los armians, que fueran lo que fueran, seguro que también se los comían.

-If you ever come to Madrid, please let us know and we will be happy to give you a tour.

La sonrisa volvió a las caras de los americanos, y se deshicieron en elogios y en agradecimientos. Ese O les entregó el palo escoba y la bolsa, y pidió un papel para apuntar nuestros datos por si venían a Madrid.
-Ya pones los tuyos, si eso.-Dije yo.

Jack se quitó los guantes, se limpió en el delantal de Tom y nos dejó un cuaderno. Ví que Ese O escribía lentamente, y admiré su calma chicha hasta que comprendí que tardaba tanto porque se los estaba inventando mientras los iba dejando caer sobre el papel.
-Here you go, dijo Ese o, que como creo que ya he mencionado, tiene mucho mundo.
Los americanos nos dieron las gracias otra vez, y comenzamos nuestro descenso. «Desde arriba no ven el poste ni de coña», dijo él. «¿Seguro que no lo ven?», pregunté yo angustiada. «No sé, Ángela, ¿nos vamos, vale?», yo asentí y los dos empezamos a apretar el paso por la pendiente hacia abajo, las piedrecitas del camino revoloteando bajo nuestros cada vez más rápidos pies. No sé si fui yo o si fue él, el caso es que del paso rápido pasamos a trotar alegremente, y más aún cuando empezamos a oír que los americanos nos llamaban desde arriba, desde la puerta de la casa. «¿Qué coño quieren?» «No sé, tú corre», «Ay, que han visto el poste doblado, te dije que no tenías que hacer eso, ¿te lo dije o no te lo dije?», «Corre y calla», dijo Ese o, mientras Jack, o quizá fuera Tom, seguía gritando, y nosotros pasamos del trote al galope, y cuál no sería nuestro pánico cuando el tío echó a correr detrás de nosotros, a perseguirnos, gritando que parasémos. Entonces nos pusimos a correr como si no hubiera mañana y creo que se me escapó un grito histérico. Pero Ese O recuperó su dignidad, se paró en seco y me puso la mano en el hombro.

-No corras.
-Todo el día «no corras, no corras», ¡¡Tenía que haberme ido a París!! ¡O haberme quedado en casa leyendo «La regenta», joder!

Nos callamos, nos paramos y nos giramos para ver llegar a Jack. Con un hilo de voz, Ese O le dijo a Jack que no le habíamos oído. Jack dijo con una gran sonrisa que debíamos de estar medio sordos, y depositó algo en la mano de Ese O: la linterna de la cabeza, la habíamos metido en la bolsa por error. Le dimos las gracias y nos disculpamos por haberle hecho bajar. Nos deseó buen viaje y le dimos la mano. Seguimos bajando despacito, recuperando el resuello. De vez en cuando nos girábamos para ver si Jack subía, y si él también se giraba, le saludábamos con la mano. Cuando le perdimos de vista, respiramos profundamente.

Recorrimos el resto de la senda hacia abajo en silencio, llenando de aire nuestros pulmones y tranquilizando la carrera de nuestros corazones. Ese o me cogió de la mano, y yo le sonreí. «Eres gilipollas», le dije. «Tu dos por gilipollas», respondió él. Íbamos tan felices y nos sentíamos tan aliviados que no reparamos en lo que había al final del camino:

Un policía apoyado en el poste doblado, al lado de nuestro coche, y su vehículo policial cruzado delante del nuestro. El policía nos miraba con una sonrisa venenosa que te helaba la sangre en las venas.

-Buenos días.-dijo con una voz pastosa- ¿Este coche es de ustedes?

Le dijimos que sí. ?l empezó a decir que no se podía dejar ahí, que la carretera era estrecha y muy peligrosa, con eso de que estaba sin asfaltar, y que nuestro carro era muy voluminoso. Nos excusamos diciendo que habíamos ido un momento a darle algo a unos amigos, unos amigos biólogos que estaban en Costa Rica estudiando los armians, y que no podíamos aparcar en otro sitio. La explicación pareció satisfacerle sólo a medias, aunque eso también era difícil de precisar, ya que estaba bastante borracho y se le iba la vista, mientras seguía apoyado en el poste doblado, mirándonos como una serpiente antes de lanzarse a engullir su presa.

-¿De dónde son ustedes?-preguntó.
-De España.
-Ah, España. Qué gran país. Aparte del latín, ¿qué otros idiomas se hablan allá?

Los dos nos miramos algo alucinados.
-Pues vasco, catalán…-Empezó Ese O.
-Bueno, y algo de español, ese dialectillo-dije yo, ganándome un codazo de ese o en todas las costillas.
-Lindo país. ¿Me permiten sus pasaportes?
Se los permitimos. Con los documentos en la mano, nos hizo una pregunta.
-¿Saben ustedes esa historia de los turistas que dejan su coche donde no deben y la policía les pide unos dólares para no ponerles una multa?
-A mi es que si no me lo dicen en latín…-dije yo, porque soy gilipollas.
-Eeeh…
Hasta el mismo Ese O se había quedado sin palabras. Y entonces ocurrió. El poste, en el que el poli cocido llevaba un buen rato apoyado con todo su peso, cedió por fin y el hombre se cayó al suelo. Nos miramos con una nueva angustia. Abrumado por la ira contra el poste, el policía se levantó y empezó a patear la base del poste, a insultarlo, «Pinche poste soplapingas, te vas a enterar de quién es Alfredo Moreno…» ante nuestra mirada atónita. Después de quedarse a gusto, se detuvo a tomar aire, pero acto seguido, le metió un tremendo patadón, el golpe de gracia, que hizo que el poste se rompiera del todo, cayendo al suelo y dándole en el pie. «Mieeeeeerda, hija de una puta», gritaba el poli, agarrándose el pie con una mano y saltando a la pata coja en círculos como un mono en celo. La tentación de asomarse al interior del poste era tremenda, pero nos mantuvimos quietos, cruzándonos una mirada de entendimiento. El policía dejó de dolerse del pie y de repente vió algo.

-¿Qué es eso que hay ahí bajo?

Nosotros nos encogimos de hombros. El policía metió la mano y sacó la cámara. «Linda cámara, ¿eh?» Los dos asentimos. «Qué cosa. Quién sabe cómo habrá llegado hasta ahí, ¿no es cierto?» «Es cierto, es cierto», contestamos Ese o y yo al unísono. El hombre empezó a manipularla y quiso sacarnos una foto. Al hacerlo, sin embargo, vio una de nuestras fotos en la memoria y nos miró con sorpresa.

-¿Es suya la cámara? ¿Han hecho ustedes esto en el poste?-preguntó con una sagacidad deductiva que nos impresionó muchísimo.

300 dólares más tarde, seguimos nuestro camino con la cámara mojada y llena de arañazos, y lo que es más importante, con la salud intacta y la dignidad un poco mermada. «Qué bien, la hemos recuperado», dije yo con un entusiasmo tan falso como pírrico. «Sí, es genial», dijo él, antes de pedirme que no escribiera nada de esto en el blog. «¿Yo? ¿Por quién me tomas?», contesté.

Así volvimos a la carretera, recorrimos la preciosa región de Guanacaste, haciendo fotos como ésta, hasta llegar a nuestro destino final: una de las playas más hermosas de Costa Rica, Playa Conchal. Nos quitamos los zapatos, y paseamos por la orilla de arena blanca repleta de conchitas y caracolas mientras el sol caía lentamente hacia el mar. Y así, en silencio, encontramos nuestro final feliz, que, como todo el mundo que ha visto suficiente tele sabe, no es ni más ni menos que un nuevo comienzo.

Costa Rica, un serial ecuatorial (III)

Seducida por la impagable ironía de sucumbir a una indigestión causada por palitos de alaska después de permanecer 15 días viviendo al límite en la jungla, me dispongo a continuar con mi narración.

Nos habíamos quedado con mi cámara lanzada al interior de la tierra a través de un poste hueco.

A mí, claro, me dió un ataque de risa.

-No me mires así-le dije a S.O.-a mí tampoco me hace gracia,-dije mientras me partía de risa. S o no decía nada.
-Deberíamos irnos-dije-no creo que podamos recuperarla. Y mira que me fastidia, pero…

-No se puede quedar ahí- dijo ese o- no se puede quedar ahí, afirmó con una determinación que iría creciendo con los minutos.

En estas estábamos cuando llegaron dos jóvenes americanos descamisados de aspecto simpático y cordial y nos vieron venerando el poste con expresión absorta.

-Hey guys, can we help you?-dijeron y nosotros nos miramos como deliberando si deberíamos confesar abiertamente nuestra estupidez a los gringos e intentar salvar la cámara. Les contamos la verdad, y para nuestra sorpresa, en vez de reírse, se dedicaron a pensar en formas de sacar la cámara con nosotros. Uno de ellos, al que llamaremos Jack, le dijo al otro, que llamaremos Tom, que fuera a por la escoba. Allá que fue Tom.

Nos quedamos con Jack, haciendo chistes sobre nuestra grandísima imbecilidad, mientras él nos contaba que estaban estudiando a los armians o algo así, o sea que eran biólogos haciendo su tesis universitaria, o sea que como eran biólogos y llevaban dos meses en Costa Rica, habían decidido que lo más propio era no llevar camiseta. Por cierto que no sabíamos lo que era un armian, pero pusimos cara de que estábamos muy al corriente de los hábitos reproductores de los Armians (que por el nombre yo creo que son mamíferos con brazos. ¿Alguien lo sabe?)
Tom regresó con una linterna, la escoba, perchas y cinta aislante. Enseguida hicimos un palo con la escoba y una rama, con un remate de cinta aislante pegajosa en el extremo, para coger la cámara. Y aquello era casi como Excalibur. Todos probamos suerte.

Pero el tubo era demasiado largo y oscuro, y sólo conseguimos sacar una araña. Así que le añadimos otra rama a nuestra varita mágica, y añadimos más cinta aislante. Los estadounidenses parecían igual de motivados que nosotros y parecíamos científicos locos discutiendo nuevas formas de sacar el objeto mientras metíamos el palo dos metros hacia abajo.

-Con un imán.-Dije yo. (En inglés, porque tengo mucho mundo.)

-No, eso borraría las fotos. Dijo ese o, que tiene más mundo que yo A?N.

-Quizás con un perchero- dijeron los americanos en inglés, porque es lo que mejor se les daba.

Y así pasó media hora. Lo que empezó siendo un reto para macgyvers domingueros se había vuelto una tarea algo agónica. Además teníamos que hacer el check out, así que les dijimos a Jack y Tom que aprovecharíamos para pasar por una ferretería y comprar más cosas como cuerdas, más cinta aislante, ganchitos pegantes, pegamentos y cosas así para intentar sacarlo. Les dimos las gracias encarecidamente y ellos nos dejaron la escoba palo al lado del poste. Ellos subieron a la casa de alquiler en la que se alojaban, siguiendo una pendiente por la senda que la cadena entre los dos postes clausuraba.

Hicimos el check out frenéticamente, pasamos por varias ferreterías cerradas en Monteverde antes de encontrar una abierta, y allí nos hicimos los listillos comprando todo tipo de gadgets para sacar el querido tomavistas. A punto estuve de comprar unas bailarinas de plástico del número 35, de color plateado, pensando que serían utilísimas en conjunción con el palo. Lo malo es que al salir de la tienda estaba lloviendo torrencialmente. Ese o y yo pensamos con tristeza en la cámara fermentando ahí abajo, entre la tierra, las hormigas, las arañas y el agua.

-¿Tú crees que haría la foto con el temporizador?

-Sí, cayendo por el tubo.

Nos reímos.

-La vamos a sacar, ya lo verás- dije yo.- Estoy segura.

Entonces me puse a mascar los diez paquetes de chicle que pensábamos pegar al palo para sacar la cámara, y descubrí cuán desagradable puede ser mascarlos de diez en diez. Pero haríamos lo que fuera, porque me había enviciado a hacer vídeos como éstos y en la cámara los tenía a montones:

Llegamos al lugar de los hechos y Jack y Tom habían colocado una bolsa de plástico protegiendo el interior del tubo de la lluvia, a la que habían amarrado una linterna. También nos habían dejado una especie de ganchos, porque eran súper majetes (ellos, no los ganchos), esa estirpe de estadounidenses a los que entablar conversación, ser amables y ayudar les parece tan natural como respirar. Como caía muchísima agua yo me quedé en el coche mientras ese o intentaba probar de todo bajo la lluvia, con su impermeable y la linterna en la frente, una que habíamos comprado para Tortuguero. Desde utilizar el palo pegándole toda clase de cosas, desde otra cinta aislante, gancho con pegamento de esos que se ponen en los azulejos de los baños, la bola de chicle, pegamento de varios tipos, de todo. Yo salí del coche y me empapé, pasándole más cosas, pero todo era inútil, y cuando le ví escarbando con las manos desnudas alrededor del poste me dí cuenta de que estábamos en el borde de la locura, como unos coroneles Kurtz que se hubieran vuelto locos en las rebajas.

-Vámonos, anda.

-No se puede quedar ahí-dijo Ese o con un convencimiento cerril.

-Ya lo hemos intentado todo, vámonos.

-A tomar por culo. Pienso tumbar el poste con el coche.

-¿QU??

S.O. sacó una correa que amarró a la trasera del vehículo. Y colocó esa misma correa en torno al poste.

-Pero no hagas eso hombre, por Dios.

-A tomar por culo.

No parecía muy sencillo convencerle de que no lo hiciera. Y encima, cada vez que abría el coche, por alguna razón, sonaba el cláxon, y yo visualizaba a los dos americanos bajando con una sonrisa a ver cómo podían ayudarnos (más aún) para ver como dos españoles enajenados intentaban derribar su poste con un cuatro por cuatro.

-No hagas eso, que como bajen, menudo palo.

Pero nadie dijo que ser un macho alfa fuera fácil, así que ese o seguía a lo suyo, empapado de pies a cabeza, disponiendo el arranque del carrou, con su linterna en la cabeza y las manos llenas de barro, y yo empezaba a ver la escena como desde fuera, con una poderosa sensación de irrealidad, deseando que lo que tuviera que pasar, sucediera de una vez. Ese o arrancó el coche mientras yo permanecía mirando al suelo a un lado de la carretera, siguiendo la estrategia animal del «no estoy aquí», solo que sin camuflaje. Pero ese o se bajó diciendo «mierda», y es que el poste, en lugar de tumbarse, se había doblado, arruinando con ello toda nuestra posibilidad de recuperar la cámara.

-¿Qué hacemos?

-Vámonos – dije yo- que como bajen, se va a liar. Aunque son tan majos… qué mal.

Decidimos subir a su casa a confesarnos, disculparnos, darles algo de dinero por si tenían algún problema con el casero. Subimos la cuesta arriba como dos losers, mojándonos. Yo visualizaba todo tipo de reacciones, la lógica del cabreo ante el hecho de oír como dos energúmenos suficientemente retrasados como para poner su cámara con temporizador en un poste hueco doblasen el poste de mi casa de alquiler por las buenas. También imaginé que nos pegaban, y que como estabámos entre hotel y hotel, nadie empezaría pronto a buscarnos, y en cuanto al coche, cogerían las llaves y lo ocultarían en la finca. Nadie sabría que desaparecimos, ni por qué. Y eso sería un alivio.

Por fin coronamos la ascensión de la senda, y llamamos a la puerta.

Continuará.

Y en cuanto a vuestras pesquisas, confieso que me habéis descubierto. S.O. es Shaquille O’ Neal. Este hombre:

Nadie lleva el rosa fucsia como mi ese o.

Costa Rica, un serial ecuatorial (II)

Como decía, eso fue antes de oír un aullido estremecedor a nuestras espaldas.

Eso fue antes de oír esto:

-No corras. -dijo mi ese-o.
Y yo pensé, «No me jodas, ¿Qué hago? ¿Me siento y me voy quitando la ropa para que se me meriende más a gusto?»

Y entonces ese aullido volvió a sonar, más fuerte y más cerca detrás de nosotros.

-¿Que no corra? ¡Pero de qué vas, hombre!-dije yo apretando el paso, a punto de hacerme pis en los pantalones, mientras visualizaba mi lápida «Lo último que oyó antes de morir fue «No corras».

Caminábamos rápidamente, intentando hacernos los normales y los que tienen mucho mundo y les aulla una criatura desconocida cada día.

-Creo que es una tortuga,- dije yo con poca esperanza.
-Si, una tortuga tigre, no te jode.-dijo él.

Y aquelló nos perseguía, y no queríamos mirar hacia atrás, caminábamos muy ligeritos hundiendo nuestras botas en el barro y acordándonos, seguramente, de cuando éramos pequeños y nuestra abuela nos daba caramelos Werthers original. Mi ese-o me sacó de la jungla y preguntamos haciéndonos los Diane Fossey del mundo que qué bicho ese era que hacía ese ruido tan especial. «Monos aulladores», dijo el recepcionista sin levantar la vista de la prensa. «Ah, claro», dije yo», «Te lo dije, ¿no te lo dije?».

Esa noche fuimos a presenciar el desove de una tortuga verde en la playa de Tortuguero. El Parque autoriza la visita y varios grupos de personas se acercan a una tortuga que está depositando unos cuantos huevos (hasta 130) en un agujero que ha hecho en la arena. Fernando, nuestro guía, nos iba contando y enseñando. Levantaba la aleta de la enorme tortuga, y alucinados podíamos ver como los huevos caían blandamente unos encima de otros, cayendo del interior del animal de tres en tres. Los huevos no son rígidos, sino blanditos, precisamente para que no se rompan. La luna iluminaba tenuemente la playa, y se adivinaban otras tortugas que lentamente salían del mar para dejar sus huevos; la luz de la luna brillaba en sus caparazones, y así, al ver una luz inesperada centelleando en un punto lejano de la orilla, podías descubrir a otra tortuga. Lo malo es que la cantidad de revuelo en la playa hacía que la mayoría se dieran media vuelta, disgustadas, como si dijeran «ni desovar a gusto le dejan a una». No permitían llevar cámaras de ninguna clase, así que como dirían los ticos de eso «no os ofrezco».

Al día siguiente hicimos una excursión en barca por el canal. Y vimos que Tortuguero era una especie de zoo loco. Monos, tucanes, garzas, nutrias, caimanes, tortugas… incluso vimos una pareja de delfines saltando por el canal. Y aquí vuestra amiga resultó ser una gran avistadora del mundo animal. Y no sólo eso, sino que en un alarde de valentía, me arrimé más que José Tomás. ¿No os lo créeis?

Al regresar al lodge, el recepcionista nos preguntó qué tal lo habíamos pasado. «Genial» dijimos los dos al unísono. «Qué dicha«, respondió el tío, «qué dicha«. Nosotros le miramos como si fuera un pervertido.

-¿Qué mierda es esa de «qué dicha»?-dijo s.o.
-No sé, pero me ha sonado muy sexual.
-¿Y eso de «Pura vida» que dicen?
-No sé, creo que vale por «qué pasa, tío», también por «todo bien» y «no quedan frijoles».
-Ah, pues qué dicha.

El resto de nuestra estancia en Tortuguero nos la pasamos dirimiendo si debíamos hacer kayak en el canal, sí, ese mismo canal en el que vimos un cocodrilo que pensamos que era un árbol entero a la deriva. Para convencerme, S.O. le preguntó a Germán, un simpatiquísimo camarero del bar, fan del Barça, largo, con bigotillo y ojos saltones, un hermano Dalton ecuatorial.

-Pero aquí los cocodrilos no se comen a la gente, ¿verdad?
-Bueno, no. Aunque el año pasado uno se comió a un chico de 13 años. Pero es que le estaba molestando.

Pero para Ese O eso no era motivo suficiente. Cinco horas después, nos hallábamos discutiendo socráticamente en el bar con vistas al canal.

-Que no, cojones, que no hago kayak.

Un diluvio vino en mi ayuda y al día siguiente nos despedimos con pena de Tortuguero y volvimos a San José para encaminar nuestros pasos a la zona del Volcán Arenal, donde hay muchísimos hoteles. El volcán siempre estaba nublado y no conseguimos verlo, a pesar de que dedicamos un par de días a darle vueltas al volcán, verlo desde cada angulo y caminar por aquí y por allá. El hotel también era casiforme (con forma de casa), y por las noches se oían ruiditos de extrañas alimañas que querían entrar y rascaban la puerta y las ventanas. ¿Ratas? ¿Ratones? ¿Dragones de Komodo? ¿Iguanas ebrias? En cualquier caso, esta zona es la menos recomendable. Demasiado turisteo, solo se puede dar vueltas al Volcán, hacer canopy, rafting y muchas cosas acabadas en -ing. ¿Qué es Canopy, os preguntaréis? Simplemente os responderé:

-Que no, cojones, que no hago canopy.

Canopy, conocido como Tirolina en estas latitudes, es viajar de la copa de un árbol a otro suspendido por un cable, deslizándose por la cuerda encogido como un fráguel borracho. Parece muy gracioso pero las plataformas están a varios metros sobre el suelo (a veces hasta 75) y se alcanzan velocidades muy de reírse, como por ejemplo 80 kilómetros por hora. Por suerte, visitamos las termas de agua volcánica del Tabacón (no sabes que quema más, si el agua o el precio de la entrada) y el Arenal Observatory Lodge, lugar donde hay varios senderos que recorrer, con excelentes vistas al volcán e incluso un observatorio con sismógrafo, en el que los ruidos del Volcán se registran con enigmáticas curvas. El lugar se ha convertido en un alojamiento con restaurante pero inicialmente fue construido por dos naturalistas vinculados a la Universidad de Costa Rica.

Después nos desplazamos por una carretera sin asfaltar que atravesaba las montañas hasta Monteverde. Las colinas verdes eran perfectas, tanto, que recordaban a los paisajes del Super Mario Bros. Al llegar al hotel, la vista era maravillosa, como si estuviéramos alojándonos en las nubes. Las puestas de sol eran espectaculares, y vimos una tormenta como quien ve cómo la vecina de enfrente tiende la ropa. Así de arriba estábamos. Por supuesto fuimos a la reserva biológica de Bosque Nuboso de Monteverde, cuyo nombre lo dice todo. Atraviesas los caminos mientras las nubes se deshacen entre los árboles. Además, hay un café, llamado Café Colibrí, en el que se puede tomar un excelente café viendo una galería de colibrís que revolotean en torno a unos bebederos de agua. Tanto nos gustó que en el último día repetimos visita y compramos café.

Al volver, ese o dijo que quería hacerse unas fotos con el carrou 4×4 que habíamos alquilado, y paramos en un lugar del camino, en una carretera sin asfaltar flanqueada de árboles. Resultó que no teníamos ninguna foto juntos, y él dijo:

-¿Por qué no apoyas la cámara ahí y le das al temporizador?
-Sí, ¡qué buena idea!

Corrí a apoyar la cámara en un poste metálico que, en paralelo con otro, servía para tender una cadena que impedía el paso a una finca. Estaba apoyando la cámara, y antes de que pudiera darme cuenta, mi preciada Canon cayó al interior del tubo hueco de metro setenta y cinco centímetros, cuyo fondo estaba metro y medio más abajo de la superficie.

Continuará.

Costa Rica, un serial tropical (I)

Sé que el relato de este viaje no encaja en la temática guionística, pero creo que no podré contar cosas mucho más interesantes que lo que he vivido estos días. Además, creo que los buenos escritores se inspiran en la vida, mucho más que en las películas, series o libros que consumen. Y si los buenos escritores lo hacen, no veo por qué yo no iba a seguir su ejemplo. Además son las tres y media y el jet lag ha empezado fuerte. Aún tengo que encajar mentalmente las impresiones de este viaje, pero os anticipo que ha sido inolvidable, en todos los sentidos.

El primer día mi ese-o y yo llegamos a San José en un vuelo de Iberia, y como la ciudad no nos resultó muy tentadora, nos fuimos derechitos al Volcán Poas. Es muy agradable visitarlo porque está cerca de la capital y se accede al cráter, bastante espectacular, caminando unos minutos. Esto es lo que vimos:

Lo curioso de este volcán es que en todas las carreteras de Costa Rica viene la distancia a este punto, independientemente de la dirección a la que te dirijas o la distancia a la que te encuentres. No hay muchos más carteles en la carretera, pero tranquiliza saber que el volcán Poas está ahí, en algún lugar. Tanto es así que el gps en Costa Rica no funciona con calles y números, porque no hay ni calles ni números, sólo coordenadas geográficas y puntos de interés. En el parque del Poas hay un sendero que conduce al Lago Botos, un antiguo cráter hoy lleno de un agua verdosa, muy bonito de ver. Iba yo recorriéndolo con mis botas nuevas de montaña de Decathlon -que vienen a ser al calzado lo que el Hummer a los coches- cuando me pareció oír un ronroneo de un gato grande algo molesto entre la espesura. Dada la cercanía del Parque a la capital y el trasiego de turistas, me convencí de que me estaba sugestionando, pero me puse a caminar a lo Mary Poppins con subidón de azúcar, canturreando, feliz, a buen paso.

-Oye- le dije a mi ese-o- ¿Has oído un ronroneo como de gato grande?
-Sí. Tres veces. Pero no te he dicho nada, porque no te quería acojonar.

Esa noche regresamos a San José, una ciudad horizontal, dispersa y caótica, y para celebrar el comienzo del viaje cenamos en el Grano de Oro, un sitio de lo más recomendable. Sería el inicio de un largo idilio con las proteínas ya que los ticos comen mucha carne, aunque la visión de las carnicerías de la capital haría vomitar a una cabra. Pollos pelados conservados en hielo, carne picada de color marrón, filetes con circo multipista de moscas, etc. Sin embargo, lugares como el que os he dicho o el Chicote prometen muy buena cocina. En este apartado, lo que más me ha gustado ha sido desayunar fruta tropical todos los días y poder decir «Estoy de papaya hasta las narices», que es algo que a la Preysler le encantaría.

En el tercer día de nuestro viaje nos plantamos en el Aeropuerto Juan Santamaría, y cogimos un «vuelete doméstico» a Tortuguero, área en la que se encuentra el Parque Nacional de Ídem. En avioneta, con alegría, con ese «joie de vivre» que te da ver a un colega accionando la hélice a soplidos, mi ese-o y yo solos con el sobrecargo y el piloto. A Tortuguero no se puede llegar en coche; es una reserva de bosque tropical en el noreste del país, que debe su nombre a que varias especies de tortugas acuden allí a desovar entre julio y septiembre. Así fue el aterrizaje en Tortuguero:

El aeropuerto de Tortuguero es una pista pequeña entre el canal y el oceáno y un kiosco de cemento que no tiene nada dentro. Es muy útil porque llueve mucho. Si no has avisado de tu llegada, tienes que esperar a que alguien venga en barca a por ti. Siempre puedes hacer señales hacia la orilla contraria, que es donde estaba nuestro alojamiento. Se dice que nunca nadie ha esperado más de nueve horas. (Nadie que haya vivido para contarlo, al menos.)

Nada más bajarte del avión empiezas a sudar. La humedad es muy profesional aquí, está muy lograda, y los mosquitos son los mejores del mundo. Te pican a través de la ropa, dentro del hotel y su máxima parecer ser «n’importe qui-n’importe ou». Pero sobre todo lo que te llama la atención en Tortuguero es la presencia de la selva. Las chicharras aunando su canto a un volumen ensordecedor, todas a una, como en una especie de mantra. Según nos contó un guía, lo hacen así para que sus enemigos no sepan dónde encontrarlas. Esa malla de sonido me recordó al comienzo de Apocalypse Now, con la que comencé la segunda etapa de este blog algún tiempo ha.

Al llegar al alojamiento (hay varios lodges en las orillas del canal), Jimmy, el encargado de nuestro lodge, nos contó un poco de qué iba el asunto.

-No se puede nadar en el canal porque hay cocodrilos. No se pueden bañar en el mar porque hay tiburones.
-Ah.

Llegamos a la habitación, donde seguimos leyendo las recomendaciones. «No beba agua del grifo», «Salga de la piscina si hay tormenta», «Por mucho que lo intentamos a veces los escorpiones se cuelan», «considere todas las serpientes venenosas», etc.
De toda la vida, yo soy una aterrorizada convencida, pero como extraña contrapartida me gustan mucho los animales. Después de instalarnos, nos fuimos a dar el paseíto por la parte de atrás del hotel, y nada más entrar en el sendero me sentí observada. Una sensación absurda de peligro parecía extenderse a solo diez minutos de las agradables habitaciones, la mesita de ping pong y los guaro sour, cóctel del país por excelencia. El sendero no era tan fácil como nos habían dicho, los mosquitos nos perseguían en tupidos enjambres a pesar del baño en repelente, el suelo estaba enfangado y la luz apenas se filtraba a través de las copas de los árboles. Al principio íbamos disfrutando del camino, viendo ranitas rojas, algún pájaro, e incluso alguna tortuga mirándonos con hostilidad en medio de la senda de tocones de madera. A pesar de que mi ese-o es un auténtico aventurero y se le aplican todas estas cosas que se dicen de Chuck Norris, yo quería salir de allí cuanto antes.

Eso fue antes de oír un aullido estremecedor a nuestras espaldas.

Continuará.

El mejor insulto de mi niñez

Hoy he visto a un ser humano de extraña fisonomía y de golpe me ha venido un tierno recuerdo de mis días de colegio. En aquellos días, llevábamos uniforme, nos insultábamos varios cientos de veces al día, los chicos nos levantaban la falda, las chicas nos arreábamos puñetazos en-salva-sea-la parte (aquellos golpes se conocían como «michelazos» por la divertida forma de relacionarse de Michel y Valderrama) y en fin, pelearse, pegarse, perseguirse, acollejarse y sobre todo insultarse eran formas cotidianas de diversión. Y el insulto que más nos gustaba a todos los críos de mi colegio era «amorfo» o «amorfa», según el diccionario de Real Academia de la Lengua Española, 1. adj. Sin forma regular o bien determinada, 2. adj. Que carece de personalidad y carácter propio.

Era bajar al patio y un coro de «amorfa», «amorfo» te envolvía como una música celestial. Al recordarlo en la calle me ha parecido muy sofisticado para unos niños de cuarto o quinto de EGB, (qué tiempos!) pero amorfo,-a además de un insulto era un apelativo polivalente.

-Me ha hecho una pillada Palmito.*
-Ja, ja, qué amorfa.

-He sacado un sufi en Sociales.
-Mira qué eres amorfa. Eres lo más amorfo que he visto en mi vida.

También estaba aquello de salir del baño o entrar a clase y que alguien te saltara encima y te gritara al oído: «¡AMORFA, AMORFA, AMORFAAAA!»

Y conocíamos todas las palabrotas habidas y por haber, pero por alguna razón, «amorfa» nos parecía superior, como si «no tener forma» condensara todo lo malo que se puede decir de una persona que está creciendo. Qué nostalgia.

*Palmito era uno de tantos apodos para designar a los chicos de cursos superiores que nos gustaban.

Manual de la Anarquista Posadolescente (I)

¿Cansad@ de los usos sociales? ¿Te aburre estar siempre intentando caerle bien al personal? ¿Quizá crees que a tu vida le falta algo? Bien, pues en este blog, de forma totalmente gratuita vas a descubrir el sistema dos en uno que te permitirá dotar de sentido a tu vida y destruirla al mismo tiempo. Bienvenidos al Manual de la Anarquista Postadolescente. Primera entrega. Cómo ser feliz con tu pareja en siete reglas.

1. Enamórate de alguien que te corresponda

Trata de conseguir lo que deseas, siempre y cuando esté a tu alcance. Perseguir sin piedad a un hombre que no te hace caso tiene principalmente dos motivos: problemas no resueltos con tu padre, por lo tanto te hacen falta varios años de intensa terapia para acabar con este hábito; o la búsqueda de emociones fuertes, para lo cual mejor te recomendamos que cambies de trabajo, te avientes del bungee o veas una película de terror; te ahorrarás muchas aflicciones.

Qué vulgaridad, por Dios. Enamorarte de alguien a quien le gustas. ¿Qué diría el joven Werther? Las grandes obras de la literatura no existirían si fuera por este consejo, y tampoco el coraje heroico de Scarlett O’Hara. Además, ¿Qué pasa si nadie te corresponde? ¿O si quien te corresponde tiene joroba y vive en las sombras del Viaducto de Segovia? No, chicas. Una verdadera anarquista debería intentar seducir no a un chico agradable y mono, sino al verdadero Príncipe de los Tarados. Otro día nos extenderemos sobre cómo hallar a las joyas de la corona, esa estirpe de hombres que hará que la humanidad se extinga pronto. ¿Y qué será eso de «aventarse del bungee»?

2. El sexo sí importa, y mucho


¿Qué es más importante, el amor o el sexo? ?ste es el clásico debate sobre el cual nunca se llega a un acuerdo, pero nuestra respuesta es la siguiente: ambos. Puedes llegar a amar a un hombre con el que no tengas química sexual, pero ¿es esto lo que realmente deseas?

Una auténtica anarquista sabe que el amor y el sexo jamás deberían ir de la mano. Otra vulgaridad como la copa de un pino.

3. Cuanto más tengan en común, mejor
Sería ridículo romper con alguien por el simple hecho de que no le guste el mismo tipo de cine que a ti. En eso le doy la razón. Si rompes con alguien, deberías hacerlo porque no le gustan las mismas series que a tí.

4. El aburrimiento sí que es un problema

Hay quienes creen que siempre que estén a gusto con el trato que les da su pareja, podrán soportar vivir una vida de aburrimiento junto a ella. Sin embargo, también hay quienes se arriesgan y buscan una pareja más agradable y divertida ¡y el resultado es fantástico!

Yo siempre he creído que la pareja ideal es aquella que te promete innumerables años de aburrimiento compartido, y de ahí no me apeo. Creerse otra cosa es de memas. El auténtico amor es levantarse (o más bien dormirse) pensando «No me veo aburriéndome más con otra persona. Le amo.»

5. Plantea las reglas antes de jugar


Si lo que tú quieres es compromiso, no te embarques en relaciones que sólo te ofrezcan sexo pasajero.
Una verdadera anarquista encontraría la belleza invirtiendo el orden de la propuesta. «Si tú lo que quieres es sexo pasajero, no te embarques en relaciones que sólo te ofrezcan compromiso.»

6. Cuando encuentres el amor, ábrete

Debes poder compartirle sin miedo detalles como tu deseo de tener bebés, tu miedo a fallar profesionalmente o cuánto dinero te gastas en ropa. Lograr una verdadera intimidad es arriesgado, pero también muy satisfactorio y emocionante. Otra falsedad. El día en que entra la intimidad por la puerta, el erotismo sale por la ventana. «¿Y ese olor?» «¿Qué olor?», mientras veis juntos la teletienda. ¿Es ese tu futuro soñado?

7. Si se lo hizo a ella, te lo puede hacer a ti

Alguien con antecedentes poco confesables respecto a sus parejas pasadas puede ser un serio problema para ti. Menudo consejo. Eso es como si vas a Sanfermines y no corres delante de los toros, o como si te gusta la magia y nunca te ofreces para que te corten por la mitad. Qué tremendo aburrimiento. Si te buscas un buen chico, (un buen chico de verdad, no de esos que sólo lo parecen), ¿qué les vas a contar a tus amigas? Si tienes las movidas suficientes, nunca te faltarán amistades para ir de copas o de compras. Puede que tu vida sea un poco infernal, pero tu teléfono echará humo. Nada es tan impopular como la felicidad ajena.

Y hasta aquí la primera entrega del Manual de la Anarquista Postadolescente. En otras entregas hablaremos de cómo perder el trabajo, ser odiado por la familia política o ser echado de un vuelo comercial a través de la ventanilla despresurizada.