Costa Rica, un serial tropical (I)

Sé que el relato de este viaje no encaja en la temática guionística, pero creo que no podré contar cosas mucho más interesantes que lo que he vivido estos días. Además, creo que los buenos escritores se inspiran en la vida, mucho más que en las películas, series o libros que consumen. Y si los buenos escritores lo hacen, no veo por qué yo no iba a seguir su ejemplo. Además son las tres y media y el jet lag ha empezado fuerte. Aún tengo que encajar mentalmente las impresiones de este viaje, pero os anticipo que ha sido inolvidable, en todos los sentidos.

El primer día mi ese-o y yo llegamos a San José en un vuelo de Iberia, y como la ciudad no nos resultó muy tentadora, nos fuimos derechitos al Volcán Poas. Es muy agradable visitarlo porque está cerca de la capital y se accede al cráter, bastante espectacular, caminando unos minutos. Esto es lo que vimos:

Lo curioso de este volcán es que en todas las carreteras de Costa Rica viene la distancia a este punto, independientemente de la dirección a la que te dirijas o la distancia a la que te encuentres. No hay muchos más carteles en la carretera, pero tranquiliza saber que el volcán Poas está ahí, en algún lugar. Tanto es así que el gps en Costa Rica no funciona con calles y números, porque no hay ni calles ni números, sólo coordenadas geográficas y puntos de interés. En el parque del Poas hay un sendero que conduce al Lago Botos, un antiguo cráter hoy lleno de un agua verdosa, muy bonito de ver. Iba yo recorriéndolo con mis botas nuevas de montaña de Decathlon -que vienen a ser al calzado lo que el Hummer a los coches- cuando me pareció oír un ronroneo de un gato grande algo molesto entre la espesura. Dada la cercanía del Parque a la capital y el trasiego de turistas, me convencí de que me estaba sugestionando, pero me puse a caminar a lo Mary Poppins con subidón de azúcar, canturreando, feliz, a buen paso.

-Oye- le dije a mi ese-o- ¿Has oído un ronroneo como de gato grande?
-Sí. Tres veces. Pero no te he dicho nada, porque no te quería acojonar.

Esa noche regresamos a San José, una ciudad horizontal, dispersa y caótica, y para celebrar el comienzo del viaje cenamos en el Grano de Oro, un sitio de lo más recomendable. Sería el inicio de un largo idilio con las proteínas ya que los ticos comen mucha carne, aunque la visión de las carnicerías de la capital haría vomitar a una cabra. Pollos pelados conservados en hielo, carne picada de color marrón, filetes con circo multipista de moscas, etc. Sin embargo, lugares como el que os he dicho o el Chicote prometen muy buena cocina. En este apartado, lo que más me ha gustado ha sido desayunar fruta tropical todos los días y poder decir «Estoy de papaya hasta las narices», que es algo que a la Preysler le encantaría.

En el tercer día de nuestro viaje nos plantamos en el Aeropuerto Juan Santamaría, y cogimos un «vuelete doméstico» a Tortuguero, área en la que se encuentra el Parque Nacional de Ídem. En avioneta, con alegría, con ese «joie de vivre» que te da ver a un colega accionando la hélice a soplidos, mi ese-o y yo solos con el sobrecargo y el piloto. A Tortuguero no se puede llegar en coche; es una reserva de bosque tropical en el noreste del país, que debe su nombre a que varias especies de tortugas acuden allí a desovar entre julio y septiembre. Así fue el aterrizaje en Tortuguero:

El aeropuerto de Tortuguero es una pista pequeña entre el canal y el oceáno y un kiosco de cemento que no tiene nada dentro. Es muy útil porque llueve mucho. Si no has avisado de tu llegada, tienes que esperar a que alguien venga en barca a por ti. Siempre puedes hacer señales hacia la orilla contraria, que es donde estaba nuestro alojamiento. Se dice que nunca nadie ha esperado más de nueve horas. (Nadie que haya vivido para contarlo, al menos.)

Nada más bajarte del avión empiezas a sudar. La humedad es muy profesional aquí, está muy lograda, y los mosquitos son los mejores del mundo. Te pican a través de la ropa, dentro del hotel y su máxima parecer ser «n’importe qui-n’importe ou». Pero sobre todo lo que te llama la atención en Tortuguero es la presencia de la selva. Las chicharras aunando su canto a un volumen ensordecedor, todas a una, como en una especie de mantra. Según nos contó un guía, lo hacen así para que sus enemigos no sepan dónde encontrarlas. Esa malla de sonido me recordó al comienzo de Apocalypse Now, con la que comencé la segunda etapa de este blog algún tiempo ha.

Al llegar al alojamiento (hay varios lodges en las orillas del canal), Jimmy, el encargado de nuestro lodge, nos contó un poco de qué iba el asunto.

-No se puede nadar en el canal porque hay cocodrilos. No se pueden bañar en el mar porque hay tiburones.
-Ah.

Llegamos a la habitación, donde seguimos leyendo las recomendaciones. «No beba agua del grifo», «Salga de la piscina si hay tormenta», «Por mucho que lo intentamos a veces los escorpiones se cuelan», «considere todas las serpientes venenosas», etc.
De toda la vida, yo soy una aterrorizada convencida, pero como extraña contrapartida me gustan mucho los animales. Después de instalarnos, nos fuimos a dar el paseíto por la parte de atrás del hotel, y nada más entrar en el sendero me sentí observada. Una sensación absurda de peligro parecía extenderse a solo diez minutos de las agradables habitaciones, la mesita de ping pong y los guaro sour, cóctel del país por excelencia. El sendero no era tan fácil como nos habían dicho, los mosquitos nos perseguían en tupidos enjambres a pesar del baño en repelente, el suelo estaba enfangado y la luz apenas se filtraba a través de las copas de los árboles. Al principio íbamos disfrutando del camino, viendo ranitas rojas, algún pájaro, e incluso alguna tortuga mirándonos con hostilidad en medio de la senda de tocones de madera. A pesar de que mi ese-o es un auténtico aventurero y se le aplican todas estas cosas que se dicen de Chuck Norris, yo quería salir de allí cuanto antes.

Eso fue antes de oír un aullido estremecedor a nuestras espaldas.

Continuará.