David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Moby Dick

Sin horizontes, sin amarras, sin límites: no hay escenario más grandioso y despiadado que el mar. Desde siempre, a lo largo de siglos, el mar ha encarnado el espacio desconocido por antonomasia, aquello que no se puede domar ni conquistar. En las literaturas antiguas, los monstruos oceánicos simbolizan el terror reverencial de los marinos al afrontar tempestades y tormentas. Prácticamente, cada mitología guarda en su interior, como una reliquia, algún recuerdo de aquellos tiempos terribles en que los hombres se hacían a la mar sin mapas, sin brújula, sin otra cosa que su instinto, una plegaria murmurada a medias y las estrellas tachonando el cielo nocturno. Así Odiseo esquivó a Escila y Caribdis; así oscuros dioses guardaban amarrados en el fondo del abismo a criaturas indescriptibles, innombrables, como el Leviatán o el Kraken.

Los navegantes medievales pensaban que el océano terminaba en una catarata inmensa y salvaje, que caía a pico sobre la nada. Las cartas marítimas de aquella época solían llevar una leyenda escrita sobre los espacios en blanco más allá de los cuales ningún navío había vuelto y que servía también como advertencia para los pilotos temerarios: ??Más allá hay monstruos?. Incluso cuando los grandes marinos portugueses y españoles dieron la primera vuelta al mundo, y cuando los marinos ingleses y holandeses establecieron nuevas rutas en las Indias Orientales y los espacios en blanco fueron borrados prácticamente de los mapas, incluso entonces los océanos siguieron albergando monstruos y leyendas. A veces, esas leyendas estaban basadas vagamente en hechos reales, ya fuesen desastres naturales, tormentas o naufragios.

En 1819, el Essex, un barco ballenero zarpó de Nantucket, en la costa este de Estados Unidos, con la intención de regresar al cabo de dos años con las bodegas llenas de aceite. Poco más de un año después, el barco fue hundido por un enorme cachalote en medio del Pacífico y los supervivientes buscaron refugio en los botes de salvamento. Lo que siguió, antes de que llegaran a las costas de Chile, fue una extraordinaria odisea de tres meses en la que el hambre y la sed transformaron los botes en improvisados campos de batalla donde se dirimía una lucha a vida o muerte sobre las olas. Nathaniel Philbrick escribió En el corazón del mar, basándose en la tragedia del Essex, pero ciento cincuenta años antes, la embestida del cachalote contra el casco del buque germinó en la cabeza de uno de los más grandes escritores norteamericanos.

En 1851 Herman Melville publicó Moby Dick, probablemente la obra maestra de la literatura estadounidense y una de las grandes novelas de todos los tiempos. Moby Dick narra la historia de Ismael, un joven que se embarca en el ballenero Pequod por el tedio que le produce la tierra firme. Ya en el primer y magistral párrafo de la novela, el protagonista establece toda una teoría del océano como el lugar en que cualquier cosa es posible, el ámbito mismo de la libertad, un espacio robado a los plazos vulgares de la vida y de la muerte, donde las agujas de los relojes se detienen y se abre como un abanico el tiempo espléndido de la aventura.

Una vez a bordo, Ismael trabará amistad con arponeros y marineros, hasta que una noche hace su aparición el capitán Ahab, un hombre misterioso y fanático, obsesionado por dar caza al enorme cachalote que hundió su barco y le arrancó una pierna. Pero las cicatrices que recorren el rostro y el cuerpo de Ahab no son nada al lado del recuerdo indeleble con el que la ballena blanca marcó a fuego su alma. Ahab, un personaje atormentado y solitario, ha jurado dedicar su vida entera a perseguir a Moby Dick y esa tenacidad delirante llevará a toda la tripulación al desastre.

La novela guarda multitud de escenas memorables, como el momento en que Quiqueg, el arponero maorí, descubre su muerte en una jugada de dados; o la descripción de la calma chicha en que el Pequod vaga a la deriva, con el sol colgando en lo alto del cielo como la moneda de oro que Ahab ha clavado en el palo mayor y que será la recompensa del primer vigía que aviste el chorro de Moby Dick. Si en los primeros capítulos el libro parece poco más que un excitante documental sobre la caza de las ballenas, avalado por la propia experiencia marina de Melville, el tono se ensombrece a medida que la figura del arrogante capitán se enseñorea del relato. Es como si su locura también se fuese contagiando a todos los personajes y escenarios: a los marinos y a la naturaleza; al viento, que agoniza en las velas; a la tormenta nocturna que reluce con el fuego de San Telmo en todos los mástiles del Pequod.

Una noche, como la prefiguración de un pacto satánico, Ahab pide sangre a sus tres arponeros para templar el hierro de un arpón. Después, el grito inmortal del vigía subido a los palos da inicio a la persecución más memorable y frenética de la literatura. Una y otra vez, los botes son echados al mar para acosar al inmenso animal, y una y otra vez los arpones se hincan o resbalan en sus atormentados flancos. Con una insistencia que raya en la obsesión, se nos recuerda el extraño color blanco de Moby Dick, el blanco visto, contra toda lógica y contra cualquier simbolismo cromático, como emblema mismo del horror, de la atrocidad y del vacío. Luego, cuando el propio Ahab muere, enredado en el cabo de su propio arpón, desciende a los abismos para reaparecer atrapado en el caos de cuerdas que tapizan el lomo inmenso de la ballena, surgiendo del océano para llamar con un movimiento fantasmal del brazo muerto a su tripulación. En ese instante, incluso el razonable Starbuck, el segundo de a bordo, que se había opuesto con todas sus fuerzas al capitán, enloquece y dirige personalmente la nave hacia su destrucción.

Obra inmensa y apocalíptica, epítome insuperable de la aventura y del terror, Moby Dick permanece para siempre en la imaginación de sus lectores como un enigma sin respuesta. ¿Es la ballena un símbolo de la naturaleza salvaje o una proyección física de los ominosos temores de Ahab? ¿Será, como piensa el propio capitán, un demonio surgido del infierno? ¿O tendremos que conceder la posibilidad de que la gran ballena blanca, en su bestialidad ciega e insensata, no sea otra cosa que una imagen de Dios? Borges sugirió, con su perspicacia habitual, que si la ballena es un símbolo, sería más apropiadamente un símbolo del caos y la irracionalidad del universo antes que de su intrínseca maldad. El propio Melville proporcionó algunas pistas: la primera de la batería de citas incluidas a manera de prólogo está sacada del Génesis y habla de la filiación celestial del cachalote: ??Y Dios creó las ballenas…?. Desde la primera página hasta la última, el libro entero está salpicado de referencias bíblicas que vinculan Moby Dick con el texto sagrado de la mitología hebrea y que convertirían la interminable cacería a través de los mares del mundo en una horrenda y prolongada blasfemia.

En cualquier caso, Melville no dio la respuesta y probablemente él mismo no la sabía. El libro pasó prácticamente desapercibido y, más de medio siglo después, seguía siendo considerado poco más que una curiosidad literaria. Poco importa: el arpón ya estaba clavado y era cuestión de tiempo que la ballena blanca subiera a respirar a la superficie. La gran novela permaneció sumergida los años que hicieron falta, hasta que la crítica bajó la cabeza avergonzada y William Faulkner respondió Moby Dick, cuando le preguntaron qué libro le hubiera gustado haber escrito. Desde entonces, no han dejado de sucederse las interpretaciones y lecturas de la epopeya del Pequod, con claves que van desde el psicoanálisis hasta la política. Pero las obras maestras no se agotan con las sucesivas lecturas, al contrario, necesitan, exigen, reclaman generaciones de lectores que se las echen a sus espaldas. Por eso, los grandes libros son más grandes que sus creadores, y por eso el capitán Ahab quedará grabado en la memoria atávica de la raza humana como uno de los arquetipos más acabados de la locura, el orgullo y la obstinación.

En cuanto a nosotros, más de siglo y medio después de que el Pequod surcara las aguas, sólo nos queda volver a Moby Dick como el marino vuelve al mar, persignándose antes de soltar amarras, y sintiendo desde la borda el perfume salado e inequívoco de la aventura. Esperando el viento que hinche las velas o el delicioso escalofrío de la espuma en la cara. Esperando el grito del vigía al avistar el chorro de la ballena y la visión aterradora del lomo blanco alzándose impunemente entre los pliegues de las olas.

(En 1856 John Huston realizó una extraordinaria adaptación cinematográfica de la obra maestra de Herman Melville con guión de Ray Bradbury. Harto discutida fue la elección de Gregory Peck como Ahab, pero la verdad es que, en mi opinión, la actuación de Peck fue soberbia. La película cuenta además con la baza de una breve aparición de Orson Welles en el papel del predicador que, subido en un altar tallado con huesos de cetáceos, lee el pasaje de Jonás atrapado en el vientre de la ballena. El rodaje de la gran secuencia final tuvo lugar en las Islas Canarias y resultó una verdadera epopeya en donde se perdieron varias ballenas hinchables, de tamaño gigantesco, con las que Huston estaba empeñado en trabajar y que desaparecieron tragadas por inoportunas tormentas. Mi padre, marino por aquellos tiempos y embarcado en un mercante que hacía la ruta hacia Dakkar, me contó años después, cuando yo era un niño, que vio una de ellas flotando cerca del puerto de Las Palmas: un enorme cachalote blanco navegando como una alucinación en medio del océano).