Asesinos de niños
Antes hablábamos sólo de libros, luego ampliamos la conversación al cine, ahora vienen las series de televisión. Desde la aparición espectacular de Los Soprano, la ficción televisiva ha ido alcanzando la mayoría de edad hasta producir maravillas deslumbrantes como The Shield, Hermanos de sangre o A dos metros bajo tierra. Una gran teleserie de 6 o 7 temporadas equivale a unas 100 horas de narración, una magnitud que permite a los guionistas desarrollar tramas y personajes a niveles de complejidad inalcanzables para un largometraje. La diferencia es más o menos similar a la que existe entre el cuento y la novela. Antes las teleseries parecían todas Cuéntame; ahora cuesta horrores dar con alguna película que contenga la emoción y la belleza de un solo capítulo de Breaking Bad.
La penúltima joya televisiva se llama Homeland, una angustiosa y milimétrica pesadilla en que una analista de la CIA aquejada de trastorno bipolar debe gestionar su paranoia ante la sospecha de que un sargento de los marines, prisionero durante 8 años en la frontera iraquí, se ha pasado a Al Qaeda y planea un atentado en suelo estadounidense. Los personajes están tan vivos y sus acciones tan matizadas que en buena medida la serie puede verse como uno de los análisis más serios y radicales sobre el fenómeno del terrorismo islámico y sobre la política exterior norteamericana en el Cercano Oriente. Desde los títulos de crédito (en que a ritmo de jazz se superponen fragmentos de discursos de diversos presidentes junto a imágenes de atentados y bombardeos barajados con fotografías de infancia y juventud de la protagonista), al espectador no le queda más remedio que admitir que él también ha pasado las últimas décadas de su vida en medio de este fregado monumental en que unos fanáticos barbudos destruyen rascacielos llenos de inocentes mientras otros fanáticos rapados arrasan poblaciones inermes.
He pensado a menudo en el sargento Brody mientras resonaba en mi cabeza el contrapunto entre Mohamed Merah y Robert Bales, dos asesinos de niños, uno en Tolouse y otro en Kandahar, cada uno con su coartada, su bandera y su locura. Brody se convierte en musulmán porque, en el pozo de su desesperación, no encuentra más esperanza a mano que el Islam, pero su cambio de bando no tiene que ver con la religión sino con una atroz masacre de niños a la que asiste entre aterrado e incrédulo. Hay que ver Homeland para ir haciéndose una idea de que en la guerra contra el terror, la verdad y la mentira, el bien y el mal, la luz y la oscuridad combaten en nuestro propio, tenebroso corazón.