David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


El Nobel con patatas

El jueves fui de excursión con unos cuantos amigos a Logroño para ver quién se había llevado la segunda edición del premio Logroño de novela. Lo pasamos de cine, lo malo es que el conductor debía de tener algún conflicto íntimo con la velocidad porque tardamos casi seis horas en llegar. Al día siguiente, de regreso, el hombre aumentó las precauciones, no fuéramos a adelantar a alguna bicicleta, y logramos batir todas las marcas de lentitud con siete horas de viaje.

Aquí estamos unos cuantos expedicionarios poco antes de que el tiempo nos royera la nuca y nos dispersáramos en busca de solaz para el espíritu. Yo me pasé medio viaje sobando como una marmota y el otro medio con una novela de Tibor Fischer que me hacía desencuadernarme de risa a cada página. Ya les hablaré de ella otro rato.

El caso es que, una vez llegados a Logroño (cuando el conductor pensó que se lo permitía su religión), aposentados en las mesas, desenvainados los cubiertos y vaciadas las copas de Rioja, tuve la gran alegría de descubrir que el ganador de ese año era mi amiguete Martín Casariego. Es cierto que Martín se merece el premio con creces, pero (como dice Clint Eastwood en Sin perdón), ‘lo que uno se merece no tiene nada que ver con lo que le pasa’.

Presidía el jurado Ana María Matute, una señora de las letras que ya no está para esos trotes y que soltó un discurso ininteligible a una velocidad similar que la de nuestro conductor de terracota. Después salió Martín, un poco nervioso, como es natural, y un par de políticos locales que, con el humor propio de los políticos locales, rebautizaron a algunos miembros del jurado. A Fernando Iwasaki lo llamaron Rodrigo, y a Rodrigo Fresán, Arturo Fresón.

Aparte de estos pequeños lapsus, todo fue perfecto. La comida, las copas, la ceremonia. Sólo hubo un pequeño detalle que los organizadores habían pasado por alto. Era difícil que la prensa prestara mucha atención al premio Logroño porque justo aquel mismo día también se fallaba otro importante galardón literario. El Nobel.

Cada vez estoy más convencido de que el premio Nobel es una cosa por y para suecos. Yo nunca lo he entendido. Quiero decir que me extraña que se lo hayan dado a gente como William Faulkner, Pasternak o Thomas Mann, para que luego, unos años después (o antes) se lo endilguen a tiparracos como Echegaray o Pearl S. Buck. Si fueran ciertas las motivaciones políticas hace años que le tendría que haber caído encima a Ismail Kadaré. Joyce, Proust, Kafka, Nabokov, Pessoa, Kavafis, Borges, Greene, Cortázar, Burgess se murieron sin el Nobel. La lista es un auténtico oprobio. En la última edición nadie, ni en el autobús ni en la mesa, podía decir algo sobre el último galardonado y se suponía que todos éramos gente del mundillo. Ni siquiera nos sonaba el nombre. Luego recordé que yo había visto algunos libros de Le Clézio en la librería Altair, donde trabajé muchos años, y que nunca ninguno de ellos me había inspirado más que lástima por los árboles desgajados, los calamares secos y el tedio anticipado del pobre que se atreviera a leerlo. Escribí esto para la edición de El Mundo de Baleares:

¿Para cuándo un Nobel mallorquín? Por estas fechas, la Academia sueca siempre suele sacudir el sopor que habitualmente empacha los tinglados literarios al sacarse de la manga al candidato más insospechado, el tipo al que nadie ha leído, el caballo cojo, la miss Mundo obesa, el nombre que menos se esperaba. Virtuosos en el difícil arte de la sorpresa anual, hay que reconocer que cada año el comité sueco se supera. Salvo honrosas excepciones, los últimos premiados con el Nobel de Literatura podían haberlo sido también con el de Medicina o el de Física.

Una vez intenté leer un libro de Gao Xinjiang, el disidente chino que en realidad era pintor, y comprendí que si no como novela, aquel pintoresco mamotreto era utilísimo como cura contra el insomnio. Ciertas páginas de Elfriede Jelinek son tan abstrusas y tediosas como la formulación matemática del plomo, hasta el punto de que uno de uno de los académicos, avergonzado, decidió dimitir de su puesto en protesta por la decisión, lo nunca visto en Suecia. Otro de los académicos aventuró que intentaban reparar la injusticia de no haber premiado en su día a Thomas Bernhard, pero quizá habrían sido más justos de haberle concedido el galardón en desagravio a uno de sus nietos.

Antes de que les cayera el Nobel encima como un premio de la lotería universal, intenté leer también a Naipaul y a Pamuk. El primero me produjo la impresión insondablemente aburrida de un diálogo a dos voces entre una estrella de mar y una ostra. Del segundo empecé tres libros que jamás llegué a terminar, cosa harto difícil por dos razones: porque raro es el libro que se me resiste una vez empezado, y porque, además, por aquel entonces yo viajaba a Estambul y lo llevaba como única provisión literaria en mi equipaje. Quizá mejorase leído en turco, pero desde entonces he pensado que Pamuk es un buen nombre para amaestrador de focas.

Durante décadas he mantenido con los libros de Le Clézio la misma relación ambivalente que con ese vecino coñazo con que nos tropezamos de vez en cuando en la escalera: la fuga, la huida, la lástima. Me bastaba hojear unas páginas o leer la contraportada para pensar que estaba ante un futuro premio Nobel. Denuncia social, mitologías precolombinas y un largo etcétera de pancartas de Greenpeace son el centro de su trabajo. Que lo consideren el mayor escritor francés vivo estando por ahí un poeta como Yves Bonnefoy demuestra que el humor sueco no tiene fin. Quizá uno de los académicos pensara que necesitaban alguien así para compensar los rotundos aciertos de Saint-John Perse y Claude Simon.

Así que mi pregunta sigue en pie: ¿para cuándo un Nobel mallorquín? Ya va siendo hora de que en ese excitante juego de banderitas con el que los académicos suecos pretenden llenar la geografía mundial y honrar los mapas lingüísticos, el mallorquín también debe tener su lugar. Quizá si Cristóbal Serra escribiese un panfleto contra la caza de ballenas…