David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Vida perra

Lovecraft escribió: ??Los gatos son caballeros y mascotas de caballeros; los perros son patanes y mascotas de patanes?. Tengo mucho cariño por los gatos, esas criaturas aristocráticas y misteriosas, pero desde que convivo con la Coqui, un cocker spaniel de 15 años, todo mi cariño animal se ha concentrado en esta pequeña bola de pelo rubio que me despierta por las mañanas para pedir la manduca. Será que soy un patán, como siempre había sospechado.

A eso de las ocho, las pezuñitas de la Coqui resuenan sobre el parqué con su zapateado hambriento e impaciente. Nuestra perra no tiene muchos temas de conversación aparte de la zampa y de que le rasquen la oreja. Si por ella fuera, se pasaría el día zampando. Un día alguien dejó un roscón de Reyes tamaño XXL asomando de la mesa y ella se las apañó para trincarlo y devorarlo hasta que casi revienta. Hay que tener cuidado con la bolsa de la basura porque, al mínimo descuido, y aún con la tripa llena, conseguirá abrir un butrón con el hocico y despachar un kilo de cáscaras de langostinos, unas sobras de espárragos o lo que sea, con las consecuencias que son de esperar. Con los años, la Coqui ha perdido la vista, el oído y buena parte del olfato pero el apetito lo conserva íntegro.

Le fallan los ojos, velados por cataratas, y apenas si oye algo, pero, si lo piensas bien, un perro realmente no sabe que está enfermo. En su bendita ignorancia, la Coqui debe de pensar que ahora la vida consiste en un anochecer interminable y que la gente a su alrededor se ha vuelto tremendamente silenciosa. ??Hay que ver con qué cuidado se mueven los cabrones éstos, siempre me sorprenden?. En el mundo elemental y sereno de este viejo chucho no hay lugar para la maldad ni los engaños ni las dobles intenciones.

La Coqui se mueve por la ciega casa de memoria, sin tropezar con un solo mueble. Te vas a la calle, la dejas sola y a oscuras durante horas y no suelta un ladrido, jamás se queja. A veces se detiene y nos mira y ??sus ojos son dos preguntas húmedas, dos llamas líquidas que interrogan? que decía Neruda. Ignoramos qué querrá decirnos o preguntarnos la Coqui, aparte de pedir más comida o más caricias, desconocemos cuál es la pregunta a ese enigma a cuatro patas que es un perro. Pero sabemos que la respuesta es sí.

Al principio la llamaba Nicole, por Nicole Kidman, porque era igual de rubia, de chula y me hacía el mismo caso, pero ahora prefiero llamarla Peluchi, porque es tan hermosa como Monica Bellucci y además es un peluche vivo, un montoncito de lana dorada que vuelve locos a los niños. En un pasaje de su última y fabulosa novela La última noche en Twisted River, John Irving dice que su perro de caza decidió ignorar los ladridos de ??un cocker descerebrado?. Puede que sea una descripción acertada del carácter despreocupado y errabundo del cocker pero es la única vez que he estado a punto de cabrearme con Irving. Un cocker no es descerebrado: simplemente, el corazón le ocupa todo el cuerpo. Al menos a la Coqui sí. Cuando alguien llama a la puerta y escucha el timbre allá al fondo del tímpano erosionado, suelta una repentina sarta de ladridos como si de repente recordara que sí, coño, que es un perro. Pero no sirve para la caza ni para guardián porque los ladrones la pasarían por encima y ella seguiría roncando tranquilamente, y ni siquiera podría salir a pasear si no llevara correa. Tiene una hernia discal y ya no puede trepar las escaleras, así que todos los días tengo que subirla en brazos: doce kilos de cocker a pulso tres veces al día. Seamos serios: la Coqui no sirve para nada excepto para recordarte cada vez que la ves que tú también tienes corazón.

El amor de un perro es incondicional, absoluto, y nunca se repetirá bastante que no hay nada en el mundo que pueda comparársele. Esta es una de las muchas cosas que tengo que agradecerle a Beatriz. En sí mismo, un perro es una lección de vida, una prueba viviente de amor, una máquina de bondad, y no, no podría imaginar mejor educación para un niño ??un doctorado de cariño, empatía y responsabilidad?? que crecer junto a un perro. Lo malo es que ellos envejecen deprisa, como mucho viven 10, 15 años con suerte, pero si durasen más quizá no lo soportaríamos. Porque es terrible convivir al lado de una de estas criaturas increíbles y percibir día a día su nobleza, su coraje, su fe sin fisuras. Entonces uno se da cuenta de lo mezquinos, cobardes y egoístas que podemos llegar a ser los humanos, simios despiadados, monos amaestrados, chimpancés con ínfulas. Seres capaces de abandonar un perro. Puede que yo sea demasiado sentimental pero no puedo recibir correos que hablen de perreras desahuciadas o cachorros en peligro de muerte. Un día me llegó uno que hablaba de los diez mandamientos del perro, un intento más o menos elegante de intentar ablandar el corazón a esos hijos de puta capaces de maltratar animales, de abandonarlos en la carretera, de dejarlos a la intemperie. Se me saltaron las lágrimas al leer: ??Recuerda que tú tienes amigos, familia, trabajo, juguetes, libros, distracciones, pero yo no tengo padre ni madre ni amigos ni familia ni nada que no seas tú. Recuerda: yo sólo te tengo a ti?.

Ayer jueves nos enteramos de que padece un tumor maligno y el veterinario no nos dio muchas esperanzas. No nos vale el consuelo de que ya es muy vieja, de que ha sobrepasado con mucho las expectativas de vida de su raza, de que ella no va a enterarse de nada. En cierto modo, un perro es inmortal, ni siquiera sospecha lo que es la muerte. Sólo quisiéramos disfrutarla un poco más, sentir unos cuantos meses más su ternura somnolienta y su alegría peluda expandiéndose por la casa.

León Bloy escribía acerca de aquel humilde siervo encargado de lustrar las botas al zar y se preguntaba si quizá, en los designios secretos de la Providencia, la suerte del imperio, la dicha o la desdicha de millones de hombres dependían no del zar sino del trabajo de aquel humilde limpiabotas. De modo análogo he llegado a pensar si la Coqui no habrá llegado hasta mí (o yo hasta ella) para darme alegría sino más bien al revés: si, en los designios secretos de la Providencia, yo no estaré en el mundo no tanto para tramar unos cuantos libros más o menos torpes, unas cuantas páginas más o menos eficaces, sino tal vez para hacer algo más felices los últimos años de un cocker.