David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Bobby Fischer en blanco y negro

En 1972, al arrebatar la corona mundial al ruso Boris Spassky en Reykjavik, Robert James Fischer acabó con más de un cuarto de siglo de hegemonía soviética en los tableros. Fue no sólo el match del siglo -muy superior en expectación al que disputaron Capablanca y Alekhine en Buenos Aires en 1927-, no sólo el símbolo más exacto y elegante de la Guerra Fría, sino quizá la mejor reencarnación del legendario duelo entre Héctor y Aquiles. Como Aquiles, Bobby Fischer venía de más allá del mar para enfrentarse a un héroe resplandeciente, un jugador brillante y magistral al que jamás había logrado ganar una partida. Como Aquiles, el norteamericano venía precedido de un aura terrible: había encadenado 18 victorias consecutivas en alta competición y aplastado a dos de sus contrincantes en la final de candidatos, Taimanov y Larsen, por dos tandas consecutivas de 6-0, un marcador insólito en la historia del ajedrez. Después, había vencido al ex campeón mundial Tigran Petrossian (probablemente el hombre más difícil de ganar del mundo) por 6´5-2´5. Fischer, aparte de un talento alucinante para el deporte de las 64 casillas, también poseía auténtico instinto asesino: no sólo aterrorizaba a sus rivales sino que ninguno de los jugadores que se enfrentó a él en un match, ni Petrossian, ni Larsen, ni siquiera Spassky, volvió a jugar nunca al mismo nivel de antes.

Probablemente nunca haya habido ni habrá una dedicación tan exclusiva y maníaca de un artista a una disciplina como la que sintió el joven Fischer hacia el ajedrez. Cuando Spassky declaró: ‘El ajedrez es como la vida’, Fischer corrigió: ‘El ajedrez es la vida’. Para él, desde luego, lo era: ha sido toda su vida.

Con uno de los cocientes de inteligencia más espectaculares de la era moderna, abandonó los estudios en plena adolescencia para consagrarse al ajedrez en cuerpo y alma. Algunos jugadores geniales, como Capablanca, apenas consideraban el ajedrez un pasatiempo; otros, como Alekhine, Kasparov o el propio Spassky, eran o son hombres cultos, con inquietudes políticas, literarias y artísticas. A Fischer no le interesa nada fuera del ajedrez. Cuando visitaba una ciudad extranjera no se preocupaba de monumentos ni museos: lo primero era ir a las librerías para completar su monumental biblioteca ajedrecística. Muy poco se sabe de sus noviazgos y aventuras amorosas durante su época gloriosa. En los estériles años de su exilio, menos aún. Una vez, durante un torneo en Yugoslavia, tuvo que ser operado urgentemente de apendicitis y preguntó al médico si de verdad era absolutamente necesaria la operación: llegó a temer que tal vez todo el misterio de su genio radicaba en el apéndice. Siempre pareció un hombre a medio hacer, un muchacho taciturno encallado para siempre en su sueño de juventud: llegar a campeón del mundo. Incluso cuando dio el estirón definitivo siguió siendo un niño alto y desgarbado, encantador a veces, maleducado otras, silencioso y enigmático, que soñaba el mundo reticulado en blanco y negro.

Aquella obsesión absoluta que lo condujo hasta el trono mundial fue también su ruina. Como Aquiles, Fischer se tambaleaba entre el peso de la púrpura y el miedo al combate. Pidió tantas y tan demenciales exigencias para la celebración del match con Spassky que los islandeses estuvieron varias veces a punto de tirar la toalla. El dinero, el tamaño y diseño de las piezas, los sillones, la distancia de las cámaras, los derechos de retransmisión… Por suerte para el ajedrez y por desgracia para él, Spassky, como Héctor, era un caballero que transigió con todos y cada uno de lo caprichos del norteamericano. Cuando Fischer sugirió que la bolsa del premio era muy pequeña (aunque las cifras que se barajaban aun hoy son increíbles) un millonario inglés dobló el importe del premio hasta un cuarto de millón de dólares. ‘Ve y juega’ le dijo, como si fuera un mocoso mal criado. Después de perder la primera partida y de no presentarse a la segunda, tras un incidente con las cámaras, el mismísimo Kissinger tuvo que ordenarle, como Agamenón a Aquiles, que volviera a la batalla. Fischer demolió a Spassky tras 21 partidas que han quedado como uno de los testimonios más altos del espíritu humano.

Sin embargo, tres años después, a raíz de una larga pugna legal, la Federación le desposeyó de la corona por su negativa a luchar contra el aspirante oficial, Anatoli Karpov. Fue el sacrificio más extraño y más trágico de la historia del ajedrez: aún estamos esperando descubrir la estrategia de Fischer, el plan de victoria oculto en ese retiro que se alarga ya décadas. Los aficionados aún no se han repuesto de este exilio, el más dramático en la historia del deporte, que ha dejado el ajedrez decapitado. Fischer permaneció en la sombra años enteros sin que el reclamo de partidas o entrevistas millonarias lograra tentarle. Recibió el mismo trato que los Estados Unidos otorgan a sus grandes poetas visionarios: Poe, Pound. En 1981 fue detenido en Pasadena. Un agente de policía lo confundió con un atracador de bancos y Fischer pasó dos días incomunicado. El muchacho de oro, el niño grande que le quitaba el sueño a Nixon y que destrozó el orgullo soviético, parecía sólo un vagabundo.

Tenía pinta de vagabundo cuando, en 1992, después de otra ronda de exigencias paranoicas, Fischer aceptó un match de revancha con Spassky en Belgrado. El campeón mundial, Kasparov, dijo que era un juego propio de jubilados, pero lo cierto es que la expectación generada por el retorno del genio y la bolsa en juego multiplicaban limpiamente todas las ganancias generadas en los anteriores campeonatos mundiales entre él y Karpov. En términos deportivos, aquel segundo match no fue ni la sombra del de Reykjavik, pero tras la brillante undécima partida, algunos expertos anunciaron que Fischer, aun calvo y viejo, mantenía intacto su instinto asesino. Volvió a vencer a Spassky y volvió a hundirse en el silencio.

Tras el atentado contra las Torres Gemelas, soltó a pesar de sus orígenes judíos unas polémicas declaraciones antisemitas que provocaron que muchos de sus seguidores le retirasen su apoyo. En agosto de 2004, cuando fue detenido en un aeropuerto japonés, parecía más que nunca un vagabundo: un anciano de 61 años, alto y barbudo, que vociferaba que sus antiguos compatriotas querían asesinarle. Fischer tenía diez años de cárcel pendientes bajo el cargo de haber violado las sanciones contra Yugoslavia en el segundo match contra Spassky y el gobierno norteamericano exigía su extradición.

Islandia le concedió la ciudadanía en agradecimiento por aquellos días en que, gracias a él, fue el centro del mundo, y Fischer aterrizó en la isla atlántica junto a su novia japonesa. Desde entonces no ha vuelto a saberse nada de él, salvo algunos exabruptos contra la política exterior americana. En lo que a él respecta, dice, el ajedrez ha muerto. La esperanza de su retorno nunca ha estado más lejos. Sin embargo, el gran maestro inglés Nigel Short afirmó hace poco que, jugando en internet, había creído distinguir la mano inconfundible de Bobby Fischer tras un jugador anónimo y genial. Ojalá sea él: necesitamos creer que Aquiles aun sigue afilando su espada.

(Publicado originalmente en el suplemento UVE de El Mundo en el verano de 2006)

(Post-scriptum: Bobby Fischer nunca volvió a salir de su retiro. Murió en Reykjavik el 17 de enero de 2008. Tenía 64 años, tantos como casillas el tablero de ajedrez).