David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Medusa a babor

De todos los bichos con los que el hombre convive a diario, la medusa es, de lejos, el más marciano de todos. Cuando Kafka convirtió a Gregor Samsa en una cucaracha (Nabokov asegura que se trata de un escarabajo), sabía que estos insectos, por repugnantes que parezcan a primera vista, siempre son susceptibles de entablar una relación con los humanos. A falta de algo mejor, una cucaracha podría adoptarse como mascota, y recuerdo una película en que los presos disputaban emocionantes carreras de cucarachas.

Un escarabajo puede ser una estrella de cine: un triceraptos en miniatura, un samurai de dibujos animados o el emblema divino que obliga al ejército del faraón a desviar su trazo en el desierto y anegar de arena una acequia milenaria. Si Kafka hubiese convertido a Gregor Samsa en una medusa, en vez de La metamorfosis le habría salido un cuento de dos páginas. Con su pinta de extraterrestres chungos, de alienígenas silentes y misteriosos, las medusas sólo podrían habitar en una novela de ciencia-ficción, una de esas agotadoras y austeras odiseas de Lem donde la supuesta amenaza del espacio exterior no es tanto una amenaza como una esfinge irresoluble. ¿De qué van las medusas? ¿Les gusta el voley-playa? ¿Quieren conquistar el planeta o se conforman sólo con el Mediterráneo?

Un animal que se ha adueñado ya del mar más prestigioso y guarro de la historia del mundo (el vertedero acuático de varias civilizaciones) merecería mejor suerte que el miedo ante su picadura urticante y el desprecio por su aspecto de baba. Reconozcamos que hay medusas francamente hermosas, que algunas flamean como cabelleras al sol y se despliegan sobre la superficie del mar en lentas y flamencas escuadras de bailaoras muertas. Quizá la enigmática distribución de esas sombrillas flotantes forme un alfabeto surgido de las profundidades, quizá algo quieran decirnos con esos pequeños látigos que son como caricias desesperadas, llamadas de socorro, balbuceos de una oscura placenta donde estuvimos una vez, donde la piel es transparencia y la luz agua.

Como la araña de Lezama, que recorre el brazo del durmiente hasta llegar a su boca para tejer un mensaje de especie a especie, la medusa está pidiendo a gritos un poeta que se atreva a cantar su belleza en vaivén, su textura de moco y sus humedades venenosas. Los cocineros ya se han atrevido a servirlas en fuego, como primer paso de ese diálogo que la especie humana siempre comienza a dentelladas, como deben empezar los diálogos, las guerras y las grandes historias de amor: por la boca. Van a enfundarlas en galletas, van a dejarlas en salmuera, los niños las degustarán en gominolas. En la imaginación, los esqueletos de dinosaurios engendraron dragones, y los manatíes atlánticos, mujeres con cola de pez que revistieron viejas mitologías del otro lado del mundo. Tal vez, un día, de la medusas también nazcan sirenas.

(Publicado originalmente en El Mundo-El Dia de Baleares el 30 de junio de 2008)