David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


El menor espectáculo del mundo

Persiste entre la crítica literaria española un lugar común que viene a decir que el cuento es un género al que ni editores ni público hacen el menor caso y que, en consecuencia, apenas tiene cultivadores de relevancia entre nosotros. Como tantos otros lugares comunes, éste es a medias verdadero y completamente falso. En concreto, la primera parte del aserto es cierta casi de cabo a rabo: no hay aquí una sola revista que fomente la difusión del género y causa estupor (cuando no causa vergüenza) el hecho de comparar las tarifas que manejan ciertos medios españoles comparados con sus (llamémoslos así) homólogos americanos. El término medio de un relato por encargo suele rondar los trescientos o cuatrocientos euros y raro, muy raro, es el afortunado que alcanza los mil. En los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, John Cheever, Truman Capote y una buena docena de autores de primera fila sobrevivían a base de encargos de revistas que pagaban puntualmente mil o mil quinientos dólares por relato.

No obstante (y es un obstante bien gordo) existe un público exiguo e inquebrantablemente fiel que ha dado lugar a que pequeñas aunque tercas editoriales se nutran casi exclusivamente de relatos; un público que ha dado lugar a la aparición de librerías consagradas única y devotamente al género. Es la segunda parte del aserto la que resulta falsa por completo, apenas uno repara en una lista de nombres que incluye a Juan Bonilla, Hipólito G. Navarro, Pilar Pedraza, Ricardo Menéndez Salmón, Eloy Tizón o Juan Manuel de Prada, entre otros que han hecho del cuento y del relato breve uno de los pilares si no el centro mismo de su universo literario. Eso por no mencionar de una serie de orfebres casi secretos, como César Romero o Diego Prado. Pero, en puridad, bastaría un solo nombre para confirmar la excelente salud del género en España. Me refiero a Félix J. Palma.

El último libro de Palma sorprende desde el título (El menor espectáculo del mundo) y sorprende más aun cuando el lector se entera de que se trata de una colección de relatos que no tuvieron acomodo en otro sitio. Desde la aparición de El vigilante de la salamandra, hace ya doce años, cualquier aficionado sabe del talento, la destreza y la imaginación del artífice gaditano, pero el poderío, la capacidad inventiva y la libertad que muestra en este volumen suponen un no va más, un más difícil todavía que aluden al desafío implícito en el circense título.

 Y, como en el circo, no hay truco ninguno, ni trampa ni cartón, nada más que los hilos de una imaginación soberana que arma sus espectáculos en la intensa carpa de unas pocas páginas. Resumir la trama de estos relatos es una tarea fútil amén de peligrosa porque, como dijo Borges de Cortázar, cada relato de Félix consta de un número determinado de palabras en un determinado orden: si intentamos resumirlo, verificamos que algo precioso se ha perdido. De cualquier modo, vamos allá.

En El País de las Muñecas, un padre intenta repetir para su hija la parábola de Kafka, quien en sus últimos días escribió para una niña una serie de cartas, haciéndose pasar por su muñeca perdida. Sin descomponerse ni hincharse, el relato se transforma en un mortal ejercicio de juegos malabares donde flotan también los celos, el amor y la traición. En Margabarismos, un hombre se comunica con el más allá a través de los mensajes escritos en la puerta del retrete de un bar. En El síndrome de Karenina, un novio inminente descubre un indiscreto drama familiar inserto entre las páginas de un libro de Tolstoi. En Las siete vidas (o así) de Sebastian Mingorance, el narrador emprende un formidable tour de force al hacer que su personaje se vaya desdoblando y triplicando con cada decisión que toma.

Como traca final, Bibelot, un relato pluscuamperfecto que podría honrar cualquier antología del género de cualquier época y lugar, uno de esos cuentos que no parecen escritos sino transmitidos de generación en generación por la memoria de la tribu, como los chistes inmortales, las fábulas de amor o las logias fantasmales al calor de la lumbre. Es decir, la historia de un vendedor a domicilio que se hace pasar por el hijo muerto de una anciana demente, todo ello encerrado en el milagro de una de esas bolas encantadas que se sacuden y caen la nieve, llamadas precisamente bibelot.

Muchos autores de mi generación, yo el primero, perdimos años, si no décadas, pensando que alguna vez podríamos escribir un cuento digno de Cortázar, es decir, capaz de ese delicado estremecimiento que es a la vez escalofrío y vértigo, delicia y horror. En mi opinión Félix J. Palma es el que mejor ha aprovechado el tiempo.