David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Psicópatas de cine

Cada vez me da más asco ir al cine. De verdad. Antes, cuando era joven, me encantaba la oscuridad repentina de la sala, ese sentimiento de comunión, de travesía compartida en que atravesábamos el útero de la pantalla. Pero ya no. No son los mascadores de las palomitas, ni los estrujadores de papel de caramelos, ni siquiera los murmuradores o los roncadores quienes han desatado mi ira. Son los imbéciles. Hay muchos imbéciles por metro cuadrado. Hay montañas de imbéciles con carné de persona y cada día hay más.

El fin de semana pasado fui a ver Precious con mi chica y tuvimos que soportar al lado a una parejita estupenda y modernísima que no sólo llegó tarde sino que empezó a reírse a carcajadas nada más sentarse en sus respectivas butacas. A mí no me importan las risas y cualquiera que haya sufrido en mi presencia una de Woody Allen sabe que mis carcajadas tapan los mejores chistes. No, no es eso. El problema es que uno no puede reírse en una película así. No, a menos que uno sea un merluzo sin corazón, un imbécil moral, un psicópata.  

Precious es una chica negra gorda a la que su padre viola sistemáticamente y su madre degrada a golpes e insultos. En la calle la insultan, en el colegio la desprecian. Un chaval la empuja por la espalda y la muchacha embarazada cae al suelo y casi se rompe los dientes. Para escapar de esa realidad horripilante, abrumadora, tiene sueños en que se ve caminando por la alfombra roja de Hollywood o cantando blues bajo los focos. El sueño más perturbador de todos es una visión de sí misma ante el espejo: se ve como una chica blanca, rubia, alta, delgada, preciosa.

A la parejita que había a mi lado le hacía mucha gracia que la madre de Precious estuviera celosa de su propia hija y la moliera a palos. El hecho de que la llamara gorda y luego la obligara a cebarse plato tras plato resultaba el colmo del humor para ellos. Se descojonaban del acento de Harlem con que hablaban los escolares analfabetos de la película. Y la hija subnormal de Precious, fruto del incesto con su padre, ya era la monda, para mondarse de risa. El chavalín no paraba de darle codazos a su novia y los dos se reían de aquella comedia tan negra y tan graciosa, como si fuera una de Tarantino o de algún otro gañán por el estilo. Se reían del rostro de esa muchacha gorda y torturada, el rostro más humano y más hermoso que he visto en años y años en una pantalla.  

Una vez tuve que soportar a una hijaputa que se rió a carcajadas cuando la mujer del vaquero de Brokeback Mountain descubría a su marido y su amigo besándose en un callejón. Otra vez aguanté a una piara de niñatos que se descojonaban vivos mientras Beethoven (inmenso Gary Oldman en Amor inmortal) caía inconsciente al suelo, borracho perdido, y se meaba encima. Pero el par de psicópatas del otro día sobrepasó todos los niveles. Les juro que me dieron ganas, por un instante, de arrancarles su perfumada jeta a hostias. De meterles el negativo de Patatar por el culo y luego prenderle fuego. De que los violaran a los dos en plena calle y luego les obligaran a volver en pelotas a casa. Fue sólo un instante, sí, pero yo hubiera aplaudido, seguro. 

Bah. De lo que de verdad me dieron ganas es de marcharme de este país, de dimitir de la raza humana.