David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Madrid está enladrillado

Aunque vivo relativamente cerca del Museo del Prado, durante meses había evitado cualquier tipo de contacto con la ampliación del claustro de Los Jerónimos llevada a cabo por Rafael Moneo. El domingo descubrí por qué. Dos grandes amigos, Juan Manuel Navas y Jesús Urceloy, poetas ambos, me sacaron de mi circuito habitual frente al trono pensativo de Velázquez para contemplar la nueva patada que la arquitectura contemporánea ha propinado a Madrid en plena boca. La verdad es que al principio no tuvimos muy claro si se trataba de la susodicha ampliación o si Pryca había abierto unos grandes almacenes. Las cerriles líneas chatas, el impúdico ladrillo visto y la lujuria paralepípeda dotan al edificio de ese penoso y paleto encanto propio de las iglesias de barrio franquistas. Podía haber intentado el contraste brutal, la imitación sutil o la transición suave pero Moneo ha preferido recurrir a un viejo concepto arquitectónico: el pegote. Frente al anticuado esplendor de Los Jerónimos, manchado de gótico pobre, la fachada exterior del edificio propone el lujo de una fortaleza Exin, un Lego para niños de papá y ricos sin gusto.

(Imposible subir la puta foto. Véala aquí. Parece increíble, un fotomontaje realizado por un cura bolinga, pero es ansí)

http://www.noticiasdealava.com/ediciones/2007/04/01/mirarte/cultura/fotos/3330226.jpg

En esto Moneo ha seguido la tradición, porque Madrid, arquitectónicamente hablando, es la capital de los pegotes. Las cuatro torres verracas que se levantan más allá de la Plaza de Castilla son sólo el penúltimo desaguisado en una ciudad donde Goya aparece en la plaza del mismo nombre como la cabeza de un piloto de Fórmula 1 encajonado en un bólido de cemento. En fin, que tuvimos que irnos los poetas y yo a tomarnos unas cuantas copas, porque, igual que los espejos del callejón del Gato, Madrid es una ciudad que mejora mucho si se la mira borracho. De manera que recalamos en La Galería, en la Costanilla de los Ángeles, uno de los mejores abrevaderos del foro. Allí Juan Carlos prepara los combinados con la destreza de los viejos maestros canteros: en cada uno de sus manhattans o de sus dry martinis, el alcohol destila en hogueras inesperadas que arden con la misma cadencia con que se derraman los apóstoles en el Pórtico de la Gloria.

Con el hígado empantanado de luz y la cabeza rellena de fuegos fatuos, empezamos a preguntarnos si, con la excusa de la ampliación, Moneo no habría alzado un templo al único dios que impera en Madrid desde hace décadas: el ladrillo. El ladrillo es la religión definitiva, el culto sagrado hacia el que todos, ricos y pobres, inclinamos la cerviz y besamos el suelo. Se deja el ladrillo a la vista para besarlo, por la misma razón que antes se colocaba a Cristo en el frontispicio de las catedrales. Nos faltó valor para pasar al interior y contemplar el claustro pero no nos extrañaría nada que, en lugar de una capilla a la Virgen o a algún santo, Moneo hubiera colocado en el centro una estatua del Pocero.

(Publicado originalmente en el suplemento M2 de El Mundo el 20 de mayo de 2008)