David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Pa puta yo y pa chulo, mi editor

La última campaña contra la prostitución intenta zanjar un debate epistemológico que trae de cabeza a la humanidad desde el alba de los tiempos. ¿Qué fue antes: el huevo o la gallina? ¿La prostituta nace o se hace? ¿La prostitución existe porque tú la pagas o la pagas porque existe?

El gobierno y la Comunidad lo tienen bien claro. De no haber desaprensivos que utilizaran sus servicios, las prostitutas dejarían de existir. Ahora bien, ¿dónde irían a parar todas esas chicas que abarrotan las páginas de contactos de los periódicos? El anuncio no lo dice. Probablemente al paro, a la limpieza de escaleras, a la puta (con perdón) calle. ¿La mendicidad existe porque tú la pagas o los mendigos existen porque tú das limosna? Si no abriéramos tanto el monedero, se pondrían a trabajar, joder. O se extinguirían. En cualquier caso, un problema menos.


‘Nadine ahora tiene que pasar el plumero’

Es formidable la capacidad de la administración para llevar un problema público al orden privado. En cualquier acto de alquiler de carne humana entran en juego tres factores: la puta, el chulo, el cliente. La autoridad jamás le toca los huevos al único eslabón de la cadena que no debería existir: el macarra, el intermediario que se beneficia del trabajo ajeno, el tipo que esclaviza a las operarias. Por algo será. Porque está claro que, sin ese intermediario, todos los conflictos de orden moral sobre la prostitución desaparecen.

Porque una cosa es la prostitución libre y consentida y otra la esclavitud sexual. No hablo aquí de esa triste recúa de ganado humano que vive sin ver la luz del sol, en pisos de mala muerte o en casinos infectos de carretera, sin más horizonte que el cambio de sábanas. Hablo de la chica que ha decidido tomar el atajo carnal para pagarse la carrera, que ha decidido alquilar su sexo en lugar de sus brazos o sus dedos. Hablo de Sufiah Yusof, temprano genio de las matemáticas y estudiante de Economía, que, en una entrevista concedida a un rotativo inglés, suelta cosas tan escandalosas como ésta: ‘Mis clientes adoran que sea capaz de estimular sus mentes y sus cuerpos, a alguno hasta le vuelve loco que le recite ecuaciones o álgebra durante el acto sexual’. Qué pervertidos.

Una vez, en una discusión con un amigo escritor, llegamos al punto muerto que se alcanza en toda discusión sobre la prostitución libremente ejercida: la dignidad humana, ese himen misterioso que se encuentra en un punto equidistante entre el alma y la vagina, a mitad de camino entre la santurronería religiosa y la hipocresía social. Yo le indiqué que el prejuicio contra la prostitución viene de Platón y del Antiguo Testamento, de toda esa metafísica barata que considera el sexo sucio y pervertido, porque en cualquier trabajo uno alquila parte de su cuerpo para salir adelante. ¿Por qué ser prostituta es un trabajo indigno y no limpiar escaleras o currar en un McDonald? Me miró como si no pudiera creer lo que estaba diciendo: ‘Porque vende afectos’. ¿Afectos una puta? No, hombre, lo que ofrece una puta son simulacros de afectos. Más o menos igual que un escritor, pero de tú a tú y sin ropa.

A lo que iba. Quería yo confesarles que también me siento un poco puta, que cada vez que entrego un libro al público (fíjense un poco qué palabra) hay un trozo de mí que queda expuesto a la mirada ajena. Un amiguete de la Casa del Libro ya ha colocado mi última novela en el escaparate de la Gran Vía, para que haga la calle a dos pasos de Montera. Todo para que el noventa por ciento de la pasta se lo lleven los intermediarios, los chulos, que en este caso apenas ponen una almohada de hojas impresas y la cama en las librerías. En Cazador blanco, corazón negro, Clint Eastwood interpretaba a John Wilson, un trasunto del director John Huston en aquellos tiempos gloriosos en que rodaba La reina de África. En una discusión en la cabaña, Wilson decía: ‘Sabe, yo también puteé un poco en mi juventud. Vendí mi talento de guionista por nada o por casi nada. Son las putas las que dan mala fama a Hollywood’.

Yo creo que no. Yo creo que son los actores.