El discreto encanto de la república
Un enfermo mental fue detenido la semana pasada por intentar acercarse a la princesa Letizaia al grito de «¡Muerte al rey!» Dejando aparte el supuesto intento de agresión fÃsica y la cercanÃa de un miembro de la realeza, su grito es virtualmente idéntico al proferido por Joan Tardá en un acto público el año pasado. Sin embargo, en virtud de sus respectivos fonadores, el mismo mensaje puede ser interpretado en clave de reivindicación polÃtica o en clave de grave daño cerebral.
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Esto nos lleva al viejo debate epistemológico de si hay que juzgar a las personas por sus actos o a los actos por las personas que los cometen. Aunque en teorÃa todo el mundo se decantarÃa por la primera, normalmente se escoge la segunda posibilidad, de ahà que el hecho de que un artista multimedia hurgue en su propia mierda con un palito y luego pinte la pared de una habitación se considere una obra de arte. El mismo acto ejecutado por el paciente de un hospital psiquiátrico se considera una muestra de retraso mental.
«Por sus hechos los conoceréis» afirma el Evangelio, pero antes preferimos fiarnos más del carné, la corbata y el certificado de sanidad. El alarido de Tardá era una formidable y explÃcita invitación al asesinato (al magnicidio para ser más exactos) pero él se escurrió entre las finas lÃneas de la hermenéutica. Entre otras cosas, explicó que su exabrupto querÃa decir que la monarquÃa era un obstáculo insalvable para conseguir una democracia plena. Ã?nicamente un indocumentado, un ignorante asilvestrado o un tipo con camisa de fuerza podrÃa soltar una burrada semejante. Porque a nadie en sus cabales, ni siquiera con un dedo de frente, se le ocurrirÃa decir que Gran Bretaña, Noruega, Dinamarca, Suecia o Japón (cinco de los paÃses más adelantados del globo y cinco monarquÃas parlamentarias) no son ejemplos pluscuamperfectos de juego democrático.
En su defensa Tardá también aseveró que él jamás le habÃa deseado la muerte a nadie. Es decir, que para él, el «borbón» no era más que un concepto caduco, un muñeco de feria, un plato con el que tirar al blanco. Pero ni al concepto ni al muñeco ni al plato se les puede adjudicar la muerte. Esta confusión entre la persona y el sÃmbolo que representa es muy propia también de mentes desequilibradas, febriles y/o poéticas. Por cosas como ésta, Platón alejó a los poetas para siempre de la república. La cual no es exactamente el paraÃso polÃtico que se figura Tardá y si no, que viaje algún dÃa a México, Haità o Ruanda. Â
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