Tropezando con melones – Blog de David Torres » Blog Archive » ¿Vale que yo era un indio?

David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


¿Vale que yo era un indio?

Second Life es como el paraíso mahometano pero en cutre. Te da la oportunidad de vivir otras vidas, de mezclarte con huríes, de adquirir un cuerpo y una fisonomía acorde con tus más íntimos deseos. Lo malo es que el paraíso consiste en una pantalla de ordenador, un antro de dos dimensiones donde tu avatar se cruza con los avatares de otros descontentos y pringaos que han elegido pasear por ahí convertidos en un muñequito de mierda en lugar de dedicarse a vivir una vida.

En Second Life no hay feas ni gordas ni enanos. No hay minusválidos. No hay halitosis ni ventosidades extemporáneas. Es el lugar perfecto donde deshacerse de los michelines, la calva, los dientes postizos. La inmensa mayoría de usuarios escoge la metamorfosis en un tipo musculoso, alto, guapo. Ellas son diosas de pechos antigravitatorios, vientre liso y piernas interminables. También puede ocurrir que uno esté tonteando con una actriz porno de veinte años y en realidad le esté tocando los muslos a un camionero de Wisconsin. �ste es el aspecto más común de los usuarios de Second Life:

 

David Pollard y Amy Taylor se han divorciado en el mundo real a causa de una infidelidad en el mundo virtual. Parece un argumento de Philip K. Dick pero es rigurosamente cierto. Amy hasta había contratado a un detective virtual para que siguiera las andanzas del avatar de mi tocayo por el tentador y burbujeante universo de Second Life. Lo sorprendió con una prostituta (virtual). Supongo que todos estos servicios (el investigador, la prostituta, etc.) también se pagan.

De niños, antes de las videoconsolas, también jugábamos a esto. Uno cogía un pedazo de palo e inmediatamente se transformaba en rifle. Cogía un cacho de papel de aluminio de envolver el bocadillo y era una placa de sheriff. Luego bastaban las palabras mágicas: «¿Vale que yo era un indio?»

Second Life devuelve la esperanza a todos esos tipos a los que la vida ha jugado una mala pasada. Amy Taylor escogió el avatar de una tía buena. David Pollard el de un negro alto y con rastas. No hay que darle muchas vueltas para comprender que esa inversión de categorías por las que se mueven los usuarios es la misma que Nietzsche había descubierto en el timo del cielo cristiano.

Lo peor de todo esto es que, en el fondo, Second Life es un universo tremendamente gilipollas y pazguato. Es decir, una fotocopia del mundo real con muñequitos tuneados. Allí no está permitido el asesinato ni el incesto ni la tortura ni la pederastia. No puedes comprar armas. Nunca permitirían entrar a Sade. En cambio, sí hay iglesias, boleras, estaciones de servicio y restaurantes chinos.