David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Cuestión de narices

Se nos ha ido la napia más insigne del cine, el tubérculo nasal por excelencia del séptimo arte: Karl Malden. Toda su cara era como una gran patata hirviente, superlativa, efervescente, donde brillaban los ojillos iracundos en el yunque narigón por excelencia del séptimo arte. En mi infancia, la napia de Malden viajaba en coche bajo un sombrero, persiguiendo a los malos por las calles elásticas de San Francisco. Mi hermano y yo le llamábamos «nariz pelota ping pong», con mucho cariño, eso sí, y en el mote iba implícito el homenaje a todos esos feos gloriosos del cine (Charles Laughton, Burl Ives, Gene Hackman, Shelley Winters) con los cuales la catedral de una película se llena de gárgolas.

De Malden se decía que era un actor de carácter, pero era más bien un actor de narices, con varias de ellas superpuestas y recosidas en el balcón de esa cara donde amasaba las emociones primigenias. Fue una nariz a un actor pegado, el tío Porreta de Hollywood, el único tipo capaz de cantarle las cuarenta a Marlon Brando o de poner firmes al mismísimo general Patton. Karl Malden ha muerto con dos semanas de retraso, en los prolegómenos de este verano furibundo y psicópata que ha empezado descabezando varios iconos de nuestra infancia: un detective bueno y fatigado, la rubia de los Angeles de Charlie y un pobre clik de Famobyl que quería ser Peter Pan y acabó siendo pan desmigado: un Papa Noel anoréxico.

A diferencia de Karl Malden, que sabía que la nariz era el centro ontológico y metafísico del ser, Michael Jackson no dejó de retocarse la suya con infatigable sevicia hasta que consiguió parecerse a Paloma San Basilio. La cirugía le sirvió a Michael de tosco sucedáneo psicoanalítico para intentar solucionar los problemas de una infancia de canario flauta que ya no tenía arreglo, ni siquiera en el País de Nunca Jamás. Pocas criaturas más tristes que este negro de fogueo, a la lejía y ma non troppo, este juguete roto que usaba los condones para inflar globos de cumpleaños. La nariz es la rúbrica del yo y Michael jugó a borrársela hasta que logró extirparse el ombligo, el nudo mismo de la raza.