Manuel Fernández Cuesta
No se puede decir nada.
O como el arcipreste: ¡Ay muerte, muerta seas!
Así estamos todos, sin palabras. Tantos queríamos tanto a Manuel: hoy nos hemos llamado, como nos cogeríamos de la mano después de un temblor de tierra.
Como decía Unamuno, la muerte no es ni justa ni injusta; sólo la vida de algunas personas, muy pocas, hace que su muerte sea una injusticia. La muerte de Manuel es una injusticia.
Le conocí hace años, me lo presentó Carmen de Eusebio, y Manuel me invitó a comer una fabada para convencerme de que escribiera un libro que me publicó tiempo después: Manual de literatura para caníbales.
Me convenció, porque Manuel siempre ha tenido autoridad moral sobre mí.
A veces, años después, cuando éramos ya muy amigos, me decía: eso no lo puedes hacer. ¿Por qué? Porque no se debe hacer eso, me decía, y tú lo sabes. Siempre le hacía caso, porque, estando de acuerdo en el objetivo estratégico, Manuel (como buen leninista) conocía mucho mejor las complejidades tácticas.
El libro lo preparamos los dos en la terraza del Cabreira, en la plaza del Dos de Mayo, durante largas tardes inolvidables.
Manuel era una de las personas más cordiales que he conocido. tenía esa «abundantia cordis«, la abundancia del corazón de la que, en él, no sólo hablaba la boca, sino también su inteligencia y su voluntad.
A Manuel, a quien llamábamos Comandante, le quería mucho. Éramos muchos los que le queríamos mucho.
Hoy no tengo ganas de evocar a Manuel. Sólo de tomarme una copa y cerrar los ojos.
Ahora quiero recordarle así:
Estamos en La Habana, en el año 2008. Manuel Fernández Cuesta es el primero por la izquierda.
A su lado, compartiendo alegría: Begoña Huertas, Eduardo Vilas, Violeta y yo, y Miguel Roig.
Los mismos que ahora estamos cogidos de la mano, como después de un temblor de tierra, muy solos y sin saber qué decir.
¡Ay muerte, muerta seas!