La caja de zapatos de Pérez Andújar
Veo a ese niño solitario, en un rincón, abriendo la caja de zapatos en la que guarda sus tesoros. La saca cada tanto y recuenta todas sus posesiones una por una.
No vaya a faltar algo.
Hay canicas, cromos de ese álbum que ya sabe que nunca completará, media entrada de cine que cortó un acomodador, un muñeco de plástico, una pulsera, una piedra de río, un reloj sin la manecilla de las horas, y hay también una foto en blanco y negro.
Es su madre, lo sabe, pero él nunca la ha visto así, con veinte años, sonriendo y con un vestido de colores. La foto está hecha en una verbena de pueblo, pero para el chaval es como si estuviera tomada en otro planeta, en otra vida, a otra mujer.
Reconocer a su madre, reconciliar a la que él ve a diario y a la de la foto, es la ecuación que el chaval se esfuerza por resolver, lo que le empaña los ojos.
Saca uno por uno sus tesoros de la caja, los mira con ojos brillantes, llega a la foto y se queda absorto, como embobado.
Luego lo guarda todo otra vez, anuda la caja con un cordel y la esconde debajo de la cama.
Como si alguien le fuera arrebatar eso, todas esas porquerías minúsculas. Como si le interesaran a alguien.
Entonces ¿por qué lo esconde con tanto cuidado? ¿Por qué hace recuento de esas cosas que no valen nada como si fueran piedras preciosas?
Porque es lo único que tiene.
Son sus tesoros.
Esto es lo que veía al leer Paseos con mi madre, la última novela de Javier Pérez Andújar. Un chaval que saca de debajo de la cama la caja de cartón donde conserva sus más valiosas posesiones.
La fuerza de la novela, para mí, está en que cada lector se siente como ese único mejor amigo al que Javier le está enseñando el contenido de su caja de zapatos.
Cada lector es ese otro niño solitario, el único capaz de entender el valor de tantos objetos inservibles que conserva su amigo.
La novela es, en principio, un libro de memorias, de recuerdos.
Sin embargo, ¿por qué está narrado todo en futuro? ¿Cómo se puede escribir un libro de recuerdos sin usar ni un solo verbo en pasado?
Pues porque, como decía Faulkner: «The past is never dead. It’s not even past«.
Más o menos: El pasado nunca está muerto. Ni siquiera ha pasado.
O quizá escribe en ese tiempo verbal porque el futuro está detrás, porque todos los viajes son de vuelta.
La novela es una elegía, pero una elegía escrita en futuro.
El libro lo protagonizan los bloques, las barriadas del extrarradio, que son la única patria del autor, esa ciudad inferior a espaldas de la civitas Dei.
Javier pertenece a la Internacional de los Bloques, se siente más cerca de las afueras de Chicago que del centro de Barcelona.
Llegar a Barcelona, ser de Barcelona, para los de su barrio, dice que es como tocarse el codo con la mano del mismo brazo, dos partes de la misma ciudad, conectadas por largos trayectos de autobús, que no pueden tocarse una a la otra.
La novela tiene, por tanto, ese ritmo emocionante de tarde perdida en mitad de la calle, comiendo pipas sentados en el respaldo de un banco, contemplando cómo se inflama el atardecer como un hematoma, escupiendo cáscaras, a a verlas venir, al azar de la acera, de las lecturas, de los amigos, a lo que caiga.
Un Bildungsroman a salto de mata, digamos.
Tiene esa prosa de descampado, de echar la tarde en un solar donde todo lo que se va encontrando recibe un uso nuevo, se convierte en otra cosa, los cascos de botellas son los palos de la portería y los manuales de instrucciones o las páginas de un diccionario se transforman en el resplandor de una prosa inolvidable.
Hay aquí un paisaje de campos sin animales y de fábricas solitarias, de maleza y vías, de arroyos sucios, secos la mayor parte del año, con pasarelas de hormigón y barandillas de hierro corroído.
Y uno a uno, de la caja de cartón, van saliendo los tesoros que Javier comparte con cada lector: la lucha obrera, el asco ante los pijos que siempre ganan, los autobuses, el ir a pie a los sitios («la democracia es ir a los sitios andando»), los conciertos de rock, las huelgas, el puto Pryca, los contraros basura, la escarcha de las mañanas laborales, el triunfador que vuelve al barrio con el Mercedes, la sensación de derrota y desmantelamiento, de batalla perdida de antemano, pero también el orgullo de no rendirse (como diría Claudio Rodríguez: «estamos en derrota, nunca en doma«).
¿Qué podría salir de esa caja, salvo estas cuatro cosas?
Como cantaba Brassens:
Moi, mes amours d’antan c’était de la grisette
Margot, la blanche caille, et Fanchon, la cousette…
Pas la moindre noblesse, excusez-moi du peu,
C’étaient, me direz-vous, des grâces roturières,
Des nymphes de ruisseau, des Vénus de barrière…
Mon prince, on a les dames du temps jadis qu’on peut…
Que podría ser más o menos, en traducción infiel:
Mis amores de antaño eran la Yéssica, reponedora en Carrefour,
Diana la tetona, que cosía para fuera,
y su prima que imitaba a Madonna…
Ni un átomo de nobleza,
os pido perdón, Alteza,
diréis que no eran más que macizas de polígono industrial,
misses de barriada, Afroditas de bloque de viviendas…
Mi príncipe, cada no tiene los amores de antaño que puede.
Para mí ha sido un privilegio que el autor compartiera conmigo los tesoros de la caja de cartón que guarda debajo de la cama.
Uno por uno los ha ido sacando y luego, uno por uno, los ha devuelto a la caja.
Ha dejado para el final una foto en blanco y negro que no acaba de comprender, pero que está seguro de que le dará la respuesta a lo que él es.
No deja de mirarla, pasmado.
Pertenezco a una voz, dice: a la voz de su madre.
Sé que Javier (a quien le dan arcadas los pedantes) me va a matar si lee esto, me va a apedrear, pero a mí me parece que el libro también se puede leer como una puesta en escena del Curso de lingüística general de Saussure.
Lo que postula el lingüista suizo, la distinción entre lengua y habla, langue y parole, es lo mismo de lo que trata la novela.
La lengua es abstracta, conjetural, teórica, la lengua es la política, la ideología, la sabiduría, las grandes concepciones.
Lo real es el habla, el carnicero del Pryca que lleva una gorra de AC/DC, el día que fueron a quemar la empresa de carpintería metálica, la verbena que nunca acaba de empezar, el miedo a la policía, la única camisa buena, tan relavada que ya parece una hoja papel de fumar.
La langue es lo que habla el poder, los barrios del centro, el silencio de los demás, del extrarradio.
La parole es lo que se habla en los bloques, la identidad insurrecta, lo único a lo que se pertenece.
Lo que hay en la caja de cartón, lo más valioso, lo único que poseemos.
Eso es lo que guarda Javier para poder enseñárnoslo a cada uno, porque lo guarda en nombre de todos: un escritor es nuestro tesorero, conserva lo que somos, en una caja de zapatos, debajo de la cama.
**OLE**
Leí «Paseos con mi madre» de una tacada. Una delicia. Pero reconozco que «Los príncipes valientes» es mi favorita de Pérez Andújar, una de las mejores novelas en español de los últimos años…
Joder, cómo te pasas, Rafa. ¡Pero muchas gracias! CY caro que voy a matarte, pero a whiskys. Y como siempre tienes razón, hagamos lo que hagamos nunca escaparemos de Saussure. ¡Un abrazo!
de algo no me entero, a mí el fragmento de la novela de Pérez Andújar me parece… es que ni me parece.
En fin, sigo vuestro consejo y le echaré un vistazo.
un abrazo
Me ha gustado mucho tu entrada y espero que no te importe que la haya puesto en mi blog de nido de poetas, cuentistas y otros, al que estas invitado , si vienes será tu otra casa. Un beso.
Buena reseña que estimula la lectura.
Anoto algunas erratas menores:
A «a a verlas venir» le sobra una a. (a no ser que sea cita oculta del balbuceo del de Yepes, que no lo parece).
Los «contraros basura» (tan en nuestro presente y más en el ese futuro de minijobs que se nos viene encima) darían pie para una errata inteligente si el desliz se hubiera leído «contrarios». Pero creo que aquí debe restituirse al «contrato» original.
En la vers¡ón (ingeniosa) de la canción de Brassens, hay en el último verso un «no» que debe leerse «uno».
Et c’est tout, mon ami…
Un saludo cordial.
Buenas,
transpira el post algo muy familiar y adolescente, parajes que invitan a «hacer el mal», a visitar vertederos llenos de ratas o cuadros eléctricos subterráneos iluminados por una antorcha improvisada con gas de mechero… Teniendo memoria «ni siquiera es pasado», como dice Faulkner.
Me ha gustado ese extracto de la novela, «maleza y vías», me recuerda al Guinardó que dibujaba Marsé en «?ltimas tardes con Teresa» y «los guiños del sol en las abodalluras oxidadas del latón de los bidones de gasolina en los descampados», donde «el Pijoaparte sentía una suerte de nostalgia manual: nada de lo que tocaba era suyo excepto, quizás, la chica».
Un saludo