Rafael Reig, blog, escritor, novelista, literaturaPues aquí pondré lo que se me vaya ocurriendo. Poca cosa, en general. Lo primero que se me pase por la cabeza. Lo que lea por ahí y lo que me cuenten en la barra de los bares o los amigos. Y si alguien quiere poner algo también, estupendo: no censuraré ningún comentario. Corrijo: sólo permitiré que se publiquen los comentarios que a mí me dé la gana y no daré ninguna explicación al respecto

Vuelta

Ya etoy de vuelta en Cercedilla, después de pasar un par de días en Granada dando un curso.

Pero no te he contado todo ni lo bien que lo pasé en Sinaloa.

Me desperté en el hotel en Culiacán, desayuné y me fui con María, Alejandro y ?lmer a la presentación del libro.

Lo presentó ?lmer Mendoza y lo hizo con tanta generosidad que consiguió sacarme los colores. Estaba además muy lleno de gente y todo el mundo participó con preguntas y comentarios. Luego nos fuimos a comer.

 

Aquí estamos, con los cafés y las copas, después de un pescado a la plancha estupendo. ?lmer y su mujer, Leonor, luego yo, Lucero y María.

Después de comer nos fuimos Alejandro y yo en coche de Culiacán a Los Mochis. El viaje fue divertido, sobre todo porque Alejandro es un gran conversador y me tuvo absorto durante kilómetros y kilómetros, por esas carreteras con llanuras de cereal y montes al fondo.

Llegamos por la tarde a Los Mochis, con el tiempo justo para tomar unas cervezas Pacífico y cenar algo, que fue, por supuesto, machaca de camarón.

Había llegado en plena celebración de la 10ª Feria Internacional del Camarón, así que todo eran camarones en cualquier forma concebible, cocidos, a la plancha, en cóctel, en sopa, en bocadillo.

Al diablo con la gota, me dije, y me puse tibio a whisky y camarones, qué saludable.

Al día siguiente tenía la charla en la Universidad de Occidente, y para allá me fui, siempre con Alejandro, mi sombra.

Todo está perdonado  lo presentó allí Claudia Bañuelos.

Aquí estoy con Rosario Manzanares y Claudia Bañuelos. No soy yo del todo insensible a la belleza de las mujeres en general, pero si son muy altas, como Claudia, entonces ya pierdo la cabeza.

Y si  además dicen cosas agradables de una novela mía, pues voy y les pido el número de teléfono.

¿Qué para qué se lo pido? Bueno, para tener un recuerdo, como souvenir, digamos.

Luego los estudiantes empezarona hacer preguntas y nos divertimos mucho.

 

Aquí estoy, arropado por los estudiantes de la UdO en Los Mochis.

Sí, ya lo sé: mujeres más altas que yo no me será difícil encontrar, ¿verdad?

Tanta charla, tanto calor, tanto estudiante y tanta mujer que me sacaba más de una cabeza, pues me dio sed, como es lógico, así que propuse un traslado de emergencia al bar más próximo.

La propuesta tuvo éxito. Le pregunté al camarero si tenían zona de fumadores.

-Sí, cómo no, venga conmigo.

Y con él nos fuimos. Nos llevó a la cocina, donde nos sentamos en una mesa de madera, junto a una puerta abierta a una calle en sombra, con los fogones detrás y las botellas de cerveza en la mano. Por la calle pasaban perros pegados a la pared, protegiéndose del sol, y en el fuego trasteaba una cocinera que de vez en cuando cantaba en voz bajita.

Pocas zonas de fumador habré conocido yo más acogedoras y alegres que esa cocina.

Comimos, cómo no, camarones, acompañados del cronista de la ciudad, que nos contó viejas historias como la del asesinato cometido por doña Berta Picos en aquel mismo bar en cuya cocina habíamos tomado unas cuantas cervezas.

Por la noche Alejandro me acompañó a comprar un regalo para Anusca, en un mercadillo, y luego me llevó a cenar a un restaurante estupendo, El Farallón, donde no comimos camarones, por milagro, sino un robalo a la plancha que estaba para aplaudir.

Al día siguiente estaba yo en el aeropuerto de Los Mochis, esperando el abordaje del vuelo a México, muy acompañado de mosquitos y calor, y de cierta tristeza, porque tenía que irme. Volaba al DF, llegaría a las doce o así, y luego tenía que esperar allí el avión a Madrid, que salía a las ocho y media de la noche.

En eso sonó el teléfono. Fabiola. Que como tenía mucho tiempo entre avión y avión, que habían pensado en Tusquets que me invitaban a comer. Que no, que no quería darles más la lata. Que cómo que no y qué lata ni que ocho cuartos, que iría alguien a recogerme al aeropuerto.

Llámame tonto, pero me emocioné. Cuánto cariño, cuánta simpatía, qué esfuerzo generoso por hacerme todo agradable.

En el aeropuerto, en efecto, había un señor con un gran cartel con la portada de mi libro. Era el conductor habitual de la editorial y, durante el viaje, me contó anécdotas de autores que no puedo repetir, salvo al oído. El resumen, que repetimos los dos como un lema, muertos de risa, fue:

-No se sabe si son peor los ebrios o los soberbios.

La comida de despedida fue una alegría.

 

Hétenos aquí, Fabiola, yo, Verónica, Adolfo, Víctor y Adriana.

Lo único que puedo decir es gracias. Qué felicidad conocerles a todos ellos.

Ese día estaban confabulados, tenían como propósito meterme en el avión tan borracho que llegara dormido hasta España.

Les costó, pero lo consiguieron, aunque tuvieron que recurrir a cubos de whisky.

Desperté tomando tierra en Barajas, con la boca pastosa y lleno de recuerdos alegres.

Llegué el miércoles por la tarde.

El jueves por la mañana, cogí otro avión a Granada.

Me había invitado José María Pérez Zuñiga a dar un taller intensivo allí, un par de días, toda la tarde dando clase. La verdad es que salió bien, nos propusimos un asunto (la venganza) para ir escribiendo cada uno un cuento y ver (y aprender a resolver) los problemas que nos iban surgiendo.

Por las mañanas dormía, luego desayunaba con José María y su mujer, Virginia, un desayuno continental u oceánico a base de cerveza, tortilla Sacromonte y jamón de Trevélez, luego daba la clase y por la noche nos íbamos de copas y acabábamos tal que así de borrosos:

 

Con una copa más ya no había nadie que estuviera en condiciones de sostener derecha una cámara o un móvil.

Aquí estoy con José María:

 

Ayer sábado, por la tarde, volé de vuelta a Barajas y, desde allí, cogi el tren a Cercedilla.

Llegué al bar de Antonio cual náufrago que alcanza la playa aferrado a un madero, al límite de sus fuerzas, y me tomé seguidas tres cañitas, me fumé diez pitillos y nos fuimos Violeta y yo a casa, por fin, a descansar y a ponernos al día.

Comments (1)

yo mismaoctubre 30th, 2011 at 10:06

Qué maravillosa y mágica entrada. FELIDIDADES de todo corazón, por todo.

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