David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Democracia canina

Llevo seis meses entrenando a mi cachorro y aunque ya ha aprendido a cagar y mear fuera de casa, todavía no atiende bien a reclamos y cuando le lanzas una pelota te dice que vayas tú, que él está muy ocupado olisqueando boñigas. Para educar a un perro hace falta tenacidad y paciencia pero son animales que en seguida aprenden, igual que el pueblo griego, que el fin de semana votó lo que les dijo su amo que había que votar: se ve que el hambre enseña mucho. 

Antes los griegos hacían lo que les salía del Partenón y votaban mal, con lo que hubo que castigarlos para que aprendieran de una vez quién manda: les quitaron a su presidente electo, les colocaron otro espantapájaros a dedo y les pusieron a régimen, por díscolos. El español (que es un pueblo de mil leches más listo que el hambre, un pueblo de caza capaz de aprender escarmiento en cabeza ajena) asimiló rápido la lección y votó lo que había que votar a la primera, sobre todo para no molestar al pastor alemán, el macho alfa de la manada.

Los españoles estábamos acostumbrado al régimen de Franco, un amo que nos dijo que lo mejor era no meterse en política y aprendimos la lección tan bien que aún le hacemos caso. Franco usaba la piedra y el palo, instrumentos bárbaros que los entrenadores actuales desaconsejan porque hoy se  sabe que es mejor no golpear tan duro al animal y se usan técnicas de manipulación más sutiles. Pero algunos lo echan de menos porque lo de Franco sí que era un que era un régimen de adelgazamiento y no la dieta Dukan.

Al pueblo hay que darle correa, sí, aunque no demasiada, porque entonces se te escapa a la calle y lo atropella un coche. Con un poco de comida y agua, con mordisquear una zapatilla y rascarse de vez en cuando, los pueblos ya tenemos bastante. Lo de la libertad es una cosa que se nos atraganta, un concepto angustioso que no debe ir más allá de elegir el canal de televisión, el espantapájaros al que ladrar cuatro años o el banco que mejor nos estafe. Los pueblos somos animales agradecidos que lamemos la mano que nos apalea y dormimos a los pies de la cama, felices de compartir las migajas que se caen de arriba incluso ahora que no caen ni migajas.

Pequeño requiem por Ray Bradbury

Las primeras imágenes que nos llegaron del planeta Marte a través de una sonda espacial mostraban una llanura desértica y sembrada de piedras, una desolación mineral sin animales ni vegetales ni una mala bacteria. Nada más que ásperas lomas rojizas y rocas que proyectaban sombras fantasmales en el horizonte. Entonces un reportero se apresuró a preguntar a Ray Bradbury qué opinaba de Marte ahora que la ciencia había demostrado que allí no había vida ni podía haberla. ??Claro que hay vida en Marte? replicó Bradbury con su sonrisa descarada e inmortal. ??Nosotros somos los marcianos?.

El periodista le había dado la oportunidad de repetir el final prodigioso de Crónicas marcianas, su obra maestra, cuando un niño, uno de los colonos terrícolas en el planeta rojo, pregunta entristecido si ya no quedan marcianos y el padre le replica que están ahí, que mire su propio rostro reflejado en una charca. Ese sentido de la maravilla, del asombro perpetuo, es la marca de la casa, el cordón umbilical que une todas sus novelas y relatos a través de los distintos géneros que cultivó ??fantasía, policíaco, ciencia-ficción?? con esa cara rubicunda de niño grande, esa inocencia primigenia que no lograban disfrazar ni su pelo blanco ni sus eternas gafas.

Bradbury siempre guardó vivo, en cada página que escribió, el temblor de la infancia. Por eso pocos libros han reflejado la alegría y el éxtasis de la niñez con la delicadeza de El vino del estío, que más que una novela es un canto elegíaco al último verano, ése en el que la adolescencia golpea ya a la puerta y nos despedimos para siempre de juegos y regalos. Douglas Spaulding es Holden Caulfield pero con pantalones cortos, antes de que se volviera un listillo, cuando iba con sus amigos del pueblo a visitar la Máquina del Tiempo, que no era otra cosa que un viejo charlatán que no paraba de contar historias.

A su manera Bradbury también era una máquina de contar historias, un inventivo e inagotable narrador al que encasillamos en el género de la ciencia-ficción por nuestra manía de pinchar mariposas y porque en algún sitio teníamos que meter al tipo que escribió Farenheit 451, aquella meticulosa pesadilla en que los bomberos quemaban libros con lanzallamas. En realidad, Bradbury era un nostálgico y todo ese rollo de los robots y los viajes espaciales le daba bastante igual cuando no llegaba a intimidarlo (lo mismo que a Asimov, que no se subió a un avión en su vida). John Huston, para quien escribió la adaptación de Moby Dick, cuenta la anécdota de que una vez lo llevaba en una limusina y vio que Bradbury, sentado en el asiento de atrás, sudaba copiosamente ante la posibilidad de un choque. Estaban en un atasco y apenas iban a 20 kilómetros por hora pero Huston, que nunca perdía la ocasión de gastar una buena broma, no dejaba de preguntarle al chófer si no estaban corriendo mucho.

Cuando pienso en Bradbury, recuerdo el sabor perdido de mi niñez pero también el terror insoslayable de uno de sus cuentos (La fruta en el fondo del tazón) en el que un asesino principiante se pasa la noche entera en la escena del crimen limpiando una y otra vez sus huellas, un cuento tan perfecto que podría ser anónimo y que me dejó el insomnio de una noche entera repasando una y otra vez sus palabras.

Para un chaval que se había criado y educado leyendo en bibliotecas públicas no podía haber nada más terrible que un bombero pirómano, una metáfora ideal para cualquier dictadura y para la América del senador McCarthy. Una vez explicó que había escrito sus Crónicas marcianas pensando en Las uvas de ira, porque no podía quitarse de la cabeza a aquellos pobres campesinos de Steinbeck que lo habían perdido todo y que recorrían los campos inhóspitos de su país como si caminasen por los desiertos de otro planeta. A Bradbury le aterraba la velocidad porque sabía de sobra que no había ningún destino que no hubiéramos visitado, ninguna historia nueva que contar: ya había pronosticado que en Marte sólo nos acabaríamos topando con nuestro propio asombro. En el futuro que previó, en la escena final de Farenheit 451, un pequeño resto de humanidad intenta preservar el pasado de la tribu memorizando palabra por palabra los libros que merece la pena salvar, las historias que nos seguiremos contando en algún lugar de las estrellas.

(Publicado en El Mundo el 7 de junio de 2012 con el título «Nosotros somos los marcianos»).

Soraya de Calcuta

Después de que durante el pasado siglo perdieran dos veces en su deporte nacional y por goleada, los alemanes han decidido cumplir su viejo sueño de esclavizar Europa pero esta vez mediante armas sofisticadas de las que nunca habíamos oído hablar, artilugios misteriosos y letales que responden al nombre de ??prima de riesgo?, ??rescate financiero?, ??compra de deuda? y cosas por lo estilo. También utilizan mucho la hipoteca que, como todo el mundo sabe, es una variante capitalista de la bomba de neutrones, que mata las personas pero deja los locales intactos.

Al igual que la Segunda Guerra Mundial produjo genios científicos y talentos militares a mansalva, esta crisis económica global lo que ha provocado es una epidemia de tontos en cadena. Cada día emerge un nuevo experto mundial en economía que llama a Keynes imbécil y a Krugman retrasado mental. Antes encendías la tele y salía Paco Porras: ahora sale un gurú neoliberal de éstos que arreglan el mundo en dos tertulias y que ni siquiera se entera de que en la panadería siempre le dan mal las vueltas.

Al menos los estafados de a pie sabemos, como Sócrates, que no sabemos nada. Eso de la prima de riesgo no tenemos ni la menor idea de lo que es; de hecho, hasta ayer mismo, una prima de riesgo consistía en que al ir a entrarle a la tía más buena de la discoteca del pueblo podía ocurrir que el novio anduviera por allí cerca y te calzara dos hostias. Lo mismo ocurre con el rescate financiero, que no funciona igual que un salvavidas de los que te sacan del mar cuando te caes por la borda, sino más bien como un filibustero que te registra los bolsillos hasta el último céntimo y luego te lanza un ancla al cuello para que te vayas al fondo de inmersiones.      

Hay que tener mucho cuidado cuando se manejan términos económicos porque te puede ocurrir como a Soraya Sáenz de Santamaría que hace una gira por Estados Unidos pidiendo fondos y agitando la escudilla, y van y la confunden con la madre Teresa. El mismo caso le hacen a la pobre. Se ve que eso de ser la mujer más poderosa de España por allí no les impresiona lo más mínimo, mejor hubiera sido mandar a Belén Esteban, que por lo menos chilla y se nota.    

 Al final va a ser una suerte que de este lodazal de dineros se encarguen los alemanes, que son gente seria y capaz. Hace poco mi amigo Javier Blanco Urgoiti hizo una visita a Auschwitz y casi no se entera de nada con el lío de guías, traductores y gentíos en diversos idiomas. ??Hay que reconocer? dijo, con perfecto humor yiddish ??que con los alemanes esto estaba mucho mejor organizado?.