David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Homérico

En el cine abundan las tragedias, los dramas, las comedias ligeras, las no tan ligeras, pero, que yo sepa, sólo hay una película que hable de modo ininterrumpido y sublime sobre la felicidad: The Quiet Man, de John Ford. Quizá, más que la felicidad, el tema central de la película es la alegría de vivir, un gozoso y hermoso ars vivendi que arranca con una cabalgata por los prados verdes de Irlanda, cuando Sean Thornton descubre la cabellera roja de Mary Kate Danaher en la primera llamarada del amor. ??El amor es algo demasiado importante para hablar de él en una novela?, dijo Faulkner, que apenas escribió sobre otra cosa. Ford, que también gruñía en pipa, hizo lo mismo. Despotricaba del amor pero bajo su pinta hosca de metafísico de la minería era un ocultista sentimental que rara vez se resistía a empanar al menos un romance en sus películas. Hay historias de amor al fondo o en segundo plano en casi todas ellas, pero El hombre tranquilo es una absoluta e impúdica declaración de amor: de Thornton a Danaher, de Ford al cine, del espectador a la película y del niño que algunos guardamos dentro a esa arcadia imposible que Ford acertó a plasmar en el imposible paraje de Innisfree. Al parecer, el verdadero Innisfree es un islote abrupto y deshabitado. Pero el que Ford levantó en la imaginación del mundo es un pueblo paradisíaco y dulcemente imperfecto, donde conviven en paz los viejos parlanchines, los sentenciosos borrachos, las rumorosas comadres, los matones del IRA, que beben caudalosamente en la taberna, e incluso dos religiones, la católica y la protestante. Aunque, aparte del pastor y su esposa, no hay un solo feligrés en el pueblo, el espíritu de la bondad está tan arraigado que, cuando las autoridades eclesiásticas vienen de visita, el cura le pide a su parroquia que vayan a jalear a su rival.

En Innisfree sólo hay un auténtico villano, el hermano de Mary Kate Danaher, pero tan exagerado y tan buenazo que en realidad resulta un pedazo de pan. Victor McLaglen le presta cariñosamente al personaje su físico de excavadora, su nariz de tabla de lavar y ese corazón de oro que asoma en los ojos de un niño de media tonelada. Toda la cólera furibunda que la llegada del extranjero despierta en Will Danaher viene, al fin y al cabo, de la falta de amor, el que siente desde antiguo por una adinerada solterona que en principio no le hace ningún caso. Para impedir la relación entre Sean Thornton, soltero, y Mary Kate Danaher, solterona, Ford no recurrió a un antiguo novio o a un amante celoso, sino a un hermano brutote que se refugia en la autoridad patriarcal y en ancestrales ritos de boda para negarse en redondo a ceder a la chica. Prácticamente, el argumento puede quintaesenciarse en una sola frase: es la historia de dos que quieren casarse y nada se lo impide.

Como dice el poeta Alvaro Muñoz, desde el mismísimo arranque Ford avisa que vamos a entrar a otro mundo, que nos olvidemos de cualquier convencionalismo, de cualquier punto de referencia, incluida la típica voz del narrador que nos sermonea desde el andén. Estamos ya, de golpe, en un lugar único, en una película única que no se parece a ninguna otra. ??¿Ve ese camino que sale al fondo?? pregunta uno de los ferroviarios cuando el forastero le pregunta cómo llegar a Innisfree.  ??¿Sí? Pues olvídelo, no le sirve para nada?. En efecto, aquí no sirven los mapas ni los géneros ni los clichés. En un primer momento el espectador se siente tan perdido como el forastero al llegar a la estación y, casi de inmediato, tan deseoso como él de echar raíces, de formar parte de esa gente y de ese lugar.

La han tachado de utópica, machista, ruralista y poco realista, censuras todas ellas ciertas pero también absurdas y poco realistas, la verdad. Si uno se fija bien, bajo su machismo descarado (hay una escena en que una vieja le acerca a Thorton una vara ??para que pegue con ella a su encantadora esposa?), la película funciona gracias a un feminismo rampante visible desde el momento en que Mary Kate Danaher precipita, conduce y culmina la acción. Es ella quien despierta el corazón amodorrado de Thornton. Es ella quien se enfrenta a su brutal hermano por su dote. Es ella quien se niega a consumar el matrimonio y es ella quien susurra al oído de su marido, al final de la película, que ya va siendo hora de acostarse juntos.

Pocas veces un personaje femenino ha chisporroteado de puro capricho y contradicción con el erotismo gaélico de Maureen O??Hara en esta película. Es una sensualidad que nace de la cabellera roja desplegada al viento en su primera aparición hasta la voraz inteligencia de sus ojos verdes. Por algo Ford cifró en el nombre compuesto de la protagonista, los dos grandes amores de su vida: su esposa, Mary, y su amante, Katharine Hepburn. Y creo que dedicó a cada una de ellas los que sin duda son los dos besos más vehementes, bellos y delicados de la historia del cine. Uno, el dionisíaco, que se atreve a repetir todos los convencionalismos del huracán, la noche y la tormenta, en un exterior-interior donde el paisaje se mete literalmente en la casa en modo inverso a cómo se derrama en el famoso plano de apertura de Centauros del desierto. (Para no perder comba cómica, siempre jugando a la contra, Ford remata la escena con un bofetón.) El segundo, el apolíneo, sucede tras una persecución campo a través, y va en dirección contraria, de lo cómico a lo serio, cuando los dos amantes, huyendo del casamentero, se refugian de la lluvia bajo las ojivas de una iglesia, se besan y entonces, después de mirarse a los ojos, miran juntos hacia no se sabe dónde. Es una composición de tal belleza, de tal emoción, que una vez un amigo me dijo que jamás había visto un cielo filmado tan hermoso como el contraplano que Ford introducía a continuación: el firmamento ardiente de los amantes. Le dije que me extrañaba que Ford hubiera roto la continuidad lógica y sentimental de esa escena capital cortándola con un plano, por hermoso que fuera, y mi amigo insistió en que sí. Rebobinamos el video (sí, amigos, esos tiempos eran), contemplamos atentamente la secuencia y, en efecto, no había ningún cielo más que el que Wayne y O´Hara reflejaban eternamente en sus pupilas. Ford, como únicamente los grandes maestros del cine, es capaz de filmar no ya lo que no hemos visto sino lo que nunca veremos, lo que nunca dejaremos de ver.

La risa y la alegría recorren la película de cabo a rabo, pero sobre todo en los tumbos de Michaeleen O’Flynn, borrachín impenitente inolvidablemente encarnado por Barry Fitzgerald, antihéroe fordiano que uno daría cualquier cosa por conocer. Nunca es más cómico O??Flynn que cuando está más serio, es decir, cuando se mete en su papel de casamentero y va a buscar a la novia tambaleándose de puro ebrio. Creo que fue Hawks quien dijo que en El hombre tranquilo Ford había cogido todas las leyes de la comedia y las había sometido al rigor matemático de las fugas de Bach. Hawks se refería no sólo a la forma, sino también al contrapunto temático de historias que se entrecruzan a lo largo de la cinta y que prestan cuerpo y sentido al romance principal: el enamoramiento del hermano de Katie y de la solterona, la rocambolesca pesca de la trucha del padre Lonergan, y, sobre todo, el recuerdo del cuadrilátero donde Thornton mató a un hombre (una tragedia dentro de una comedia que Ford resume en menos de un minuto, con un único flashback y una conversación) y que supone su principal reticencia a pelear otra vez. Basta ver un instante la cara de pánico del boxeador todavía con el puño en alto para comprender la clase de actor que era John Wayne.

Ford se guarda, como traca final, la gran pelea a guantazos, que se demora casi tanto como el orgasmo oficial y casi da más placer. La riña se anuncia con una jiga canturreada por O??Flynn desde el estribo del tren, recorre el pueblo, llega a caseríos y aldeas, y ocupa al fin el microcosmos entero de Innisfree en un paroxismo de  violencia, alcoholismo, apuestas y alegría desenfrenada. Los puñetazos van en serio pero son de broma, como si Ford nos dijera que nadie podría aguantar semejantes golpes sin que le arrancaran la cabeza de cuajo, ni vivir en semejante pueblo porque jamás existió. Homérico, dice Michaeleen O??Flynn. Homérico.

Muchos cineastas han filmado el purgatorio y algunos incluso el infierno. El paraíso, sólo Ford y sólo una vez.

Quizá la única película en la que me quedaría a vivir.