La gloria de Francia
La historia entre Francia y España se parece un poco a uno de esos tortuosos idilios de octogenarios que se empeñan en seguir juntos por culpa de la cremallera de los Pirineos y por ver quién asiste antes al entierro del otro. Igual que uno de esos matrimonios irreconciliables que se han aborrecido a muerte durante tanto tiempo que ya no les quedan muebles que tirarse a la cabeza, pero que aún guardan los últimos restos de odio para escupirlos amorosamente en la taza de té.
Franceses y españoles siempre hemos mantenido unas excelentes malas relaciones, como corresponde entre buenos vecinos. También miramos a Francia un poco como a la tía maciza del piso de arriba, que no nos hace ni caso y que cuando nos lo hace es para entrar a saco hasta Cádiz o para vetarnos en el Mercado Común, cosas que, la verdad, molestan. Sospecho, sin embargo, que buena parte de la animadversión que nos provocan los franceses (al menos a mí, al poeta Alvaro Muñoz y a otros desviados) tiene mucho que ver con la envidia crónica hacia un país que se toma la cultura, y en especial la literatura, muy en serio.
No envidia sólo de aquellas míticas tertulias de barbería en que los clientes, en vez de discutir sobre fútbol, se liaban a tortas por Camus o Sartre. En España es inimaginable un personaje como Papa Buelau, el viejo maquinista de El tren, de John Frankenheimer, un hombre casi analfabeto a quien explican que aquel cargamento tan valioso que intentan saquear los nazis atesora los cuadros de Manet, Monet y Renoir: nada menos que la gloria de Francia. ??La gloria de Francia? susurra Buelau y se quita la gorra con la misma devoción que un proletario español guarda para la Virgen del Rocío o el tobillo de Messi.
Hace poco, en un viaje por Bretaña, vi en una cafetería de Nantes a una muchacha sentada en una terraza ante una sola taza de café y un libro abierto de Truman Capote, una estampa tan chic y parisina que mi cuñado Carlos comentó que tal vez allí los ayuntamientos fomentaban la lectura con la misma ansia maníaca con que aquí plantan socavones. No es sólo el vino de Borgoña, el queso Comté o Carla Bruni: lo que de verdad no podemos tragar de los franceses es que, salga quien salga el domingo en las elecciones, tendrán un presidente que mirará cara a cara a Merkel, aunque sea con tacones, en lugar de un señor que enseña los recortes de su país como un alumno los deberes, y que no guarda más recuerdo de la gloria imperial que ser Rajoy I de España y V de Alemania.