David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Wittgenstein sale del armario

Me tropecé por primera vez con Agustín Fernández Mallo en la presentación de una antología de relatos donde ambos participábamos: Lavapiés. De inmediato me cayó enormemente simpático aquel tipo alto y flaco que mezclaba con inteligencia y desparpajo la física cuántica con la poesía y la filosofía de Wittgenstein con el pop. Iniciamos una amistad que no se ha interumpido desde entonces, hace ya siete años, y donde salvábamos la distancia entre Mallorca y Madrid en una divertida correspondencia internaútica donde él se disfrazaba de Bertrand Russell y yo de Ludwig Wittgenstein. Las alusiones personales se barajaban con oscuras alusiones al Tractatus, a la lógica formal y al convento de monjas donde yo había buscado asilo. Descubrimos que teníamos aficiones y pasiones comunes: la teoría del caos, la física cuántica, Glenn Gould. Después nos hicimos más serios, más mayores, más viejos. Nos seguimos hablando, escribiendo y queriendo, pero yo echo de menos a Bert.

En el 2004, aprovechando mi condición de finalista de Nadal, aproveché para recomendar a editorial Destino dos novelas. No me hicieron ni puto caso. Una era Braille para sordos, de José María Mijangos, una divertidísima revisión de la picaresca contada a través de la sórdida historia de un taxista metido a novelista de kiosco. La otra era Nocilla Dream. Sobra decir que Mijangos, que finalmente publicó su novela en Martínez Roca, no ha obtenido el reconocimiento que merece, pero Agustín sí. La justicia tiene poco que ver con esto: lo que más me extrañó del éxito de Nocilla Dream fue que verdaderamente se trata de un libro inquietante, inteligente y hermoso, una de esas joyas que, como Braille para sordos, suele pasar desapercibida en los almidonados circuitos culturales de este país.

Después de mis fallidos intentos como consejero editorial, volví a tropezarme con Agustín entre los manuscritos de un humilde concurso literario, el Café Mon, donde Román Piña me había comisionado de jurado. Una noche leí de un tirón, Creta lateral travelling, el libro que a la postre se haría con el primer premio Café Mon.

Creta lateral travelling (que ahora Román acaba de reeditar bajo el sello de Sloper para que haga compañía a mis Bellas y bestias) es el diagrama, la crónica de una aniquilación. La portada, un collage de Agustín donde puede verse al viejo Wittgenstein desvistiéndose para mostrar, debajo de la chaqueta, la camiseta de Superman, es un perfecto ejemplo de ese cruce entre lo literario y lo científico, lo culto y lo pop, lo novelístico y lo poético, que es el núcleo vivo de la poética de Agustín.

El verso libre, las fórmulas científicas, las metáforas narrativas se aparean en el flujo de una prosa gélida y extrañamente conmovedora, la misma que ha hecho las delicias de los amantes de la nocilla. El desnudamiento de Wittgenstein corre parejo al strip-tease lírico de Agustín. En Creta está su embrión, su primer fulgor. En las páginas finales, las alusiones crípticas a un nacimiento entrelazadas a un proceso de radioterapia para un cáncer de pulmón, me humedecieron los ojos de lágrimas. Saltándome todos los protocolos, esa misma noche llamé a Agustín, entre angustiado y confuso, preguntándole si estaba tan enfermo como su manuscrito dejaba suponer. Me respondió riendo: qué va, hombre, qué va.

Menos mal, Bert. Tenemos nocilla para rato. Celebrémoslo.