David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Retorno a la caverna

Decía Gila que Grecia estaba, sí, pero cómo estaba. Todo roto, todo del año del pedo. Los buenos chistes, a fuerza de escarbar en la realidad, acaban por resultar proféticos y aquel autobús de Gila ha desembarcado décadas después en una fotografía del ágora ateniense infestada de vagabundos.

Lo que son las cosas, siempre habíamos visto Grecia bajo los decorados de la ruina, entre columnas taladas y templos tronchados, y ahora la postal nos la sirven en crudo gracias a la avaricia de unos cuantos banqueros que compraron deuda cuando estaba tirada y quieren que la paguen los de siempre a precio de oro: una economía de prestamista de barrio, la que forja las grandes fortunas, las de las familias mafiosas y los Lehman Brothers. El dinero alemán está consiguiendo lo que no lograron ni los tanques ni los aviones alemanes en dos guerras: hacer que Europa regrese a la Edad de Piedra. La masacre, como debe ser, empieza en los Balcanes, que es donde empezamos las masacres los europeos.

Como ya imaginábamos, la Unión Europea no era el Himno a la Alegría de Beethoven, ni el Quijote, ni la Declaración de los Derechos Humanos, sino más bien un festín de altas finanzas presidido por cerdos y por buitres, una pitanza de cifras donde se quitan y ponen gobiernos, se decapitan presidentes y se hunden países al ritmo que marcan unos parásitos de Bruselas a quienes nadie dio vela en nuestro entierro. Era lógico que en este menú de caníbales los griegos sirvieran de primer plato, puesto que Grecia fue el comienzo del viaje, la semilla de todo lo que mereció alguna vez la pena en esta vieja alpargata harta de sangre y de miseria que es Europa: la lírica, las matemáticas, la filosofía, la ciencia, la democracia, el teatro, la epopeya, la medicina, la tragedia. La tragedia ante todo.

Lo de Grecia resulta trágico en el más amplio sentido del término, es decir, en su pura conmoción dramática y en el hecho de que se repite el mito de Orfeo que desciende a los infiernos para rescatar el dracma y se vuelve con las manos cortadas, Orfeo despedazado para que las Bacantes puedan seguir la borrachera, la danza de las tragaperras, la interminable hemorragia de euros estafados. Sólo a un loco, a un imbécil o a un banquero se le ocurriría pensar que Berlín o Bruselas son más imprescindibles que Atenas en ese conglomerado de valores que es Europa y que debería ser algo más que índices bursátiles si no se trata de que nos sodomicen también estilo griego. Retorno a la caverna, sin Platón, con mucho hielo.