David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Los pobres no se ven

Al igual que la relatividad de Einstein, pero mucho más en crudo, la pobreza es un concepto que no entiende ni Cristo, quien confeccionó las Bienaventuranzas como consuelo supremo, un bocata metafísico para aquellos que no tienen qué llevarse a la boca. ¿Qué es ser pobre? Depende. Por ejemplo, en Europa, ser pobre es igual que ser español, una nacionalidad penada con un sueldo mínimo raquítico, apenas 600 euros, cantidad ridícula que nos duplican en Francia y nos triplican en Luxemburgo. Somos el hazmerreír de los vecinos aunque, eso sí, nuestros banqueros y políticos podrían cenar caviar con Paris Hilton.

Relatividad. En sus memorias, Kirk Douglas cuenta que su primer encuentro con Anthony Quinn se tiñó de amenaza cuando el mexicano le acusó de ser sólo un señorito. Douglas dijo que se equivocaba, que él era hijo de inmigrantes judíos rusos, que su padre fue trapero y que de niño probó el sabor hueco del hambre. ??No es lo mismo ser pobre en Nueva York que en Chihuahua? replicó Quinn sin inmutarse. ??Es verdad? confesó Douglas. ??Y me he pasado toda la vida intentando ignorar la diferencia?.

Los españoles pobres que vamos sobreviviendo con sueldos de chiste somos potentados del acero al lado de, digamos, los pobres de Perú o de la India, países donde ciertos viajeros sin escrúpulos confunden miseria y exotismo y sacan fotos de niños esqueléticos como si fuesen Taj Majales hechos de huesos y moscas. La pobreza es, ante todo, invisibilidad: ésa es la tesis que William T. Vollman defiende en Los pobres, un monumental reportaje sobre los desheredados de la Tierra. Vollman cruzó medio mundo, de China a Colombia y de Birmania a Siria, en busca del secreto de la indigencia, preguntando a los pobres por qué creían que lo eran y las respuestas varían de la religión al destino, del espiritismo a la culpa, para acabar concluyendo que la pobreza es el misterio máximo, la Santísima Trinidad de la economía, el gran agujero negro por donde se cuela toda compasión y toda plusvalía.

Los pobres no se ven no porque haya pocos, más bien al contrario: hay tantos que, si tuviesen carne, no se vería otra cosa. Se confunden con el paisaje, forman el fondo de chabolas, lágrimas y chapa necesario para que resalten los palacetes de los reyes y las mansiones millonarias. Nadie los ve por las mismas razones que no cuentan los ceros a la izquierda, las camas de cartón al pie de los cajeros automáticos y el espacio en blanco de los átomos. Cinco millones y pico y subiendo. Suyo será el reino de los cielos porque el de aquí abajo está claro que es de los banqueros.