David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Naufragios de lujo

El hombre es el único animal que tropieza dos veces con el mismo iceberg. Y con el mismo sistema financiero. Para conmemorar el centenario del hundimiento del Titanic, el capitán Schettino decidió saludar a un amigote que vivía ahí cerca y pasó rozando la costa italiana con su trasatlántico como quien lleva una Vespa y toca la bocina. Total, el Lady Concordiaya había hecho la misma temeridad 52 veces y nunca había pasado nada. Ni una multa, ni una advertencia, ni un tirón de orejas. Es posible que el capitán al mando creyese que a la de cien iba la vencida, y que la naviera y las autoridades navales iban a regalarle una cubertería.

El desastre rebosa tal cantidad de infracciones y estupideces que resulta imposible parodiarlo. Salvo por los muertos, la historia del Costa Concordia podría haberse inspirado en un episodio de Vacaciones en el mar, aquella serie empalagosa en la que el capitán se pasaba el día cenando, el médico era ginecólogo cum laude y el sobrecargo se llamaba así porque, en efecto, le sobraba el cargo. En ese paraíso flotante la sal del mar sustituía al viagra, los viejos eran jóvenes, los ricos buena gente y nadie daba palo al agua. En los entresijos del navío debía de trabajar algún desgraciado pero el gran orgullo de la serie es que jamás se vio un fogonero ni de lejos.

El naufragio de lujo, con su utopía clasista y su maquinaria invisible (la superestructura y la estructura, según Marx) ha sido desde siempre la mejor metáfora del capitalismo. Schettino la ha escenificado saltándose a la torera todas las leyes náuticas, navegando al estilo mercado libre, como uno de esos millonarios bestiales que hunde su banco y se sube al bote salvavidas mientras se van ahogando uno a uno los pánfilos que le confiaron sus ahorros. En la ley del mar, el capitán es el responsable de las vidas a bordo, pero en el sindiós de las finanzas la culpa siempre es de los ahogados, por tontos, por nadar sin guardar la ropa. La economía no obedece otra ley que la de la gravedad: la de las familias desahuciadas, los países en quiebra y los hospitales a media asta, sacrificados sólo para que no falte el caviar en primera clase. Si algo hemos aprendido del naufragio bursátil es que hasta con los restos de los muertos se hace negocio.

El desastre del Costa Concordia ilustra la urgencia guardar nuestros ahorros en compartimentos estancos. Volver a los colchones y prescindir de los bancos, como en los tiempos del Titanic. La primera vez sucede como tragedia y la segunda como farsa. A la de cien, irá la vencida.