David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


¿Por qué la llaman vagina cuando quieren decir chichi?

En el Reino Unido se ha montado un pifostio importante en torno a la publicación de un cómic bastante inocente destinado a que los niños de 6 y 7 años conozcan mejor su propio cuerpo. La manzana de la discordia es el dibujo de una niña desnuda festoneada de letreros que se supone que los niños tienen que unir con las partes correspondientes. Hay un letrero para ‘cabeza’, otro para ‘mano’, otro para ‘pie’ y así sucesivamente. Hasta que, de pronto, llega uno que dice ‘vagina’.

Yo veo normal que los padres se hayan cabreado porque a la vagina no la llama nadie vagina. Nadie que yo conozca, vamos. Quizá entre los ginecólogos sea una palabra de uso frecuente pero, por desgracia, yo frecuento más a los urólogos. Les aseguro que ellos tampoco dicen cosas como ‘pene’ o ‘aparato reproductor masculino’. Una vez el médico tenía que examinarme por un problema que no viene al caso y dijo con bastante guasa: ‘Anda, anda, enséñame el pito’.

Dejando aparte que ‘pito’ es un término muy poco apropiado para definir a la polla (las pollas no pitan, que yo sepa), no me negarán que ‘vagina’ no es una palabra de uso corriente. Los niños ingleses de 6 y 7 años se van a hacer la picha (con perdón) un lío porque todo el mundo sabe que ese excitante agujero diferencial, a esa edad, se llama ‘chichi’. Luego adquiere el rango de ‘coño’, ‘chocho’ o ‘raja’, según. Pero ‘vagina’ es uno de esos fósiles lingüísticos que jamás han estado en la calle (ni siquiera en esas calles misteriosas donde aparcan los ginecólogos) ni en los libros, salvo en los tratados de medicina y en ciertos caducos diccionarios.

Cortázar se quejaba una vez de la dificultad del plumífero en español para describir el coito en términos literarios satisfactoriamente hablando. A mí también me ha pasado. Ya sea por la educación eclesiástica, por el peso de la tradición platónica y judeocristiana, o por la ausencia en las literaturas hispánicas de un Lawrence, un Miller y una Anaïs Nin, el escritor en español, a la hora de describir el acto sexual, tiene que recurrir a la metáfora o al taco desgarbado. Elegir entre el modelo Cela o el modelo Lezama Lima, ésa es la cuestión. Hasta el día en que a alguno nos dé por escribir un Trópico de Cáncer ambientado en Fuenlabrada.