David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer

Esta mañana, al abrir la página de necrológicas, me ha saltado la cara la noticia de la muerte de David Foster Wallace. Me ha extrañado porque era un tipo muy joven, apenas cuatro años mayor que yo, pero en seguida he visto que se trataba de un suicidio. Un suicidio de lo más clásico: se ha ahorcado. Su mujer encontró el cadáver colgando cuando regresó a casa.

De inmediato me ha venido a la cabeza el título del único libro que he leído de Wallace: Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. También podía haber pensado en el título de otro de sus libros, ese enorme tomo de más de mil páginas que está considerada una de las mejores novelas de los últimos años: La broma infinita. El primero es mucho más corto y, sin embargo, no pude terminarlo. Contaba un viaje en un trasatlántico de lujo en un estilo irónico y en ocasiones brillante, pero la proliferación inmisericorde de notas a pie de página convertían la lectura en un incómodo y constante cunnilingus. Se lo regalé a mi amigo Javier Reverte cuando supe que iba a embarcarse en el Queen Mary para una disección de la fauna a bordo.

El suicidio es una enfermedad muy común entre el gremio los escritores. Hay varios manuales al respecto. El más completo que conozco está firmado por alguien que lleva el inquietante apellido de Tijeras. Concretamente, el gesto está tan extendido entre los poetas que mi amigo Luis Felipe Comendador pudo escribir un poemario formidable íntegramente dedicado a bardos que decidieron poner punto final a su vida: Paraísos del suicida.

Por eso mismo, por la vulgaridad de la propuesta, uno hubiera esperado algo más de originalidad por parte de un joven gurú de las letras americanas, uno de los abanderados de la llamada Next Generation. No me refiero a que usara drogas de diseño en lugar de una cuerda. Quiero decir que, en términos estrictamente narrativos, el suicidio es uno de los más gastados tópicos de la literatura contemporánea. El existencialismo lo extendió hasta la naúsea. Y en el terreno de la realidad (Hemingway, Pavese, Plat, Maiakovski) la lista es interminable.

Porque si toda vida es una narración (y en cierto modo, lo es) el suicidio resulta un final inaceptable, un inesperado y tramposo deus ex machina, algo así como arrancar las páginas finales de la novela o como dejar que el volumen se vaya apagando al estilo de esas canciones pop que no saben cómo rematar dos acordes. Los griegos y los romanos lo consideraban un recurso desesperado, válido sólo en casos de locura extrema (Ayax Telamón matando ovejas, Dido abandonada por Eneas), de enfermedad incurable o de chantaje político. Pero, a partir del Werther de Goethe, el suicidio marca la puerta de salida al héroe contemporáneo.

Es curioso ver cómo un narrador que abogaba por la revolución de las técnicas narrativas acaba recurriendo a un expediente tan gastado como colgarse del cuello con una soga. No sabemos por qué David Foster Wallace plagió a Judas Iscariote, pero es de lo más común que a la hora de la verdad los supuestos revolucionarios retrocedan a las trincheras conocidas. Alain Robbe-Grillet, buque insignia del noveau roman, sobrevivió una vez a un aterrizaje forzoso y, ante los micrófonos de los periodistas, narró la aventura al estilo clásico. De haber seguido los supuestos teóricos de su escuela, Robbe-Grillet debería haber empleado una hora en describir pormenorizadamente las idas y las venidas de las azafatas, la incomodidad del asiento, la maniobra de abrocharse el cinturón, etc. En lugar de ello utilizó el mismo tono seductor, las mismas elipsis y los mismos trucos retóricos que hubiese empleado Stevenson.

La muerte de Wallace -un escritor de éxito en plena juventud- repite en carne y hueso el misterio esencial de aquel esqueleto de relato genial ideado por Chejov: ‘Un hombre va al casino, gana un millón, vuelve a casa y se suicida’. No hay muchas más maneras de contar historias, aunque algunos crean lo contrario. La vida es algo supuestamente divertido que nunca volveremos a hacer.