David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


El tiempo y las mujeres

Tengo un amigo cincuentón que presume de novias cada vez más núbiles, algo a lo que nada tengo que objetar salvo cuando se puso a criticar la boda de la duquesa de Alba. «Hombre no es lo mismo» protestó. «Evidentemente yo soy más joven». «Y más hombre» puntualicé. Por lo visto a un señor mayor la costumbre le permite tontear con jovencitas mientras que una señora de la edad de Cayetana debe conformarse con coquetear con la muerte.

Mientras las mujeres recurren a potingues, entrenadores personales y cosméticos, los hombres nos consolamos con el pretexto de que los años nos van dando lustre, una falacia total excepto en el caso de la calva. La búsqueda desaforada de lolitas no es sólo un intento lamentable de recobrar la airosa melena de la juventud sino también una forma de pedir tiempo muerto. Un abusón de ésos difícilmente podría cumplir las exigencias de una de su tamaño, tanto en la cama como en la conversación. Son tipos que se apearon de la vida en triciclo y por eso aún merodean por el gimnasio montados en la bici y sin moverse del sitio.

En cambio, en el mismo gimnasio, cada vez hay más señoras madurando como los buenos vinos. Al fin y al cabo, ser guapa a los 20 está tirado, sobre todo si la naturaleza te lo da todo hecho. Lo que tiene mérito es pulir, incrementar esa hermosura tontorrona de la juventud al estilo de Monica Bellucci, que en plena mocedad sólo parecía un quiero y no puedo, una caricatura, un proyecto de sí misma. Aunque tampoco hay que pasarse como Ana Rosa Quintana, que de seguir descumpliendo años a ese ritmo pronto celebra la primera comunión.

Estos días Victoria Vera, despampanante musa de la transición, luce en las páginas centrales de una revista como Dios la trajo al mundo y parece que la hubiese traído en brazos ayer mismo, como quien dice. Sospecharía la mano del photoshop si no fuese porque la vi hace cosa de un año, en la fiesta de aniversario de El Mundo, tan nítida y radiante que pensé si me había equivocado de década o, ya puestos, de siglo. Tan bella que José María Mijangos, el novelista más cínico de la cristiandad con el que cambio cromos de tías buenas, no sabía si pedirle un autógrafo o directamente una cita.

Ya sé que detrás hay maquillaje, e incluso cirugía y bótox, pero ya me dirán la gracia de una lechuga sin cortes ni vinagre. Preferir el boquerón en crudo a la anchoa es una grosería y una barbarie. Muchos de esos tipos que beben mosto y aún no se han bajado de la bici dicen que la duquesa de Alba ha hecho el ridículo pero yo creo que a su edad el único ridículo es morirse.