David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Asad va al barbero

La caída de Gadafi no tiene tanto que ver con su afición al asesinato como a su dejadez en la peluquería. Si Gadafi hubiese cuidado mejor la permanente, su catastrófica tiranía bien podía haber durado otra década e incluso se podría haber traspasado a alguno de esos churumbeles que el coronel cría como conejos. Sus excesos folklóricos y su look a lo Jesús Quintero pesaron más en la balanza que cualquiera de los brutales atentados terroristas que patrocinó, por no hablar de su histórico desprecio a los derechos humanos. Al final los tipos que cortan el bacalao en los despachos decidieron que el petróleo libio no podía seguir en manos de un botarate que ni siquiera hace lucir la chilaba.

Gadafi es el perfecto ejemplo de que, en la actual cultura de la imagen, la forma es el fondo, o mejor dicho, que el fondo nunca importó gran cosa mientras uno vista bien, se afeite periódicamente y sepa más o menos lo que vale un peine. Como bien probó Zapatero y algún otro líder despistado, visitar o invitar a Gadafi era exponerse a hacer el mamarracho en un harén con visos de carpa de circo, bajarse al moro imitando a Lawrence de Arabia sin una brizna de épica. En fin, una payasada. Nada que ver con su colega de Siria, Bashar Asad, que sabe masacrar gentíos sin despeinarse y ciscarse en la legalidad internacional sin que le tiemble un pelo del bigote.

A Asad la ONU lo respeta porque va hecho un brazo de mar, el tío, y puede desfilar al lado de cualquier presidente occidental por la pasarela Cibeles de la hipocresía sin que le estorbe ni una manchita de sangre, ni siquiera un trazo de la muchedumbre de muertos que va dejando a su paso. Al contrario que Gadafi, Asad parece doctorado cum laude en un colegio inglés de pago, uno de esos alumnos modelos a los que da gusto encontrarse en una fiesta muchos años después y de los que nadie podría decir que oculta un maníaco homicida, un genocida sin escrúpulos que mata a sus súbditos a miles, con rapidez y eficiencia, como si fuesen cucarachas. De vivir en el barrio, los vecinos sospecharían inmediatamente de Gadafi por las pintas, las ganas de bronca y el pelo disparatado, pero nadie puede creer aún que ese militar tan serio y tan sirio sea más letal que la peste bubónica.

Los periódicos, la tele y los medios en general tenemos buena parte de culpa porque de un solo vistazo incluiríamos a Gadafi en las páginas de sucesos mientras que Asad iría derechito a la sección de moda. Juzgamos los libros por las tapas para que al hojearlos la sangre no salpique. Los sátrapas se miden por el bigote y ni a Hitler ni a Stalin ni a Franco ni a Pinochet les faltó nunca un buen barbero.