La otra mejilla
La palabra clave en torno a la visita papal en España es ??respeto?. Ratzinger y sus huestes lo exigen a todas horas aunque ellos no muestran ni han mostrado jamás una sola brizna de respeto para los que no comparten sus creencias. Sin ánimo de ser exhaustivo, porque se me iría la mañana en improperios, vamos a repasar sólo algunos de los bonitos calificativos que los jerarcas del catolicismo han dedicado estos últimos días a los corderos perdidos del rebaño.
El arzobispo de Toledo llamó ??paletos? a los que critican los gastos indecentes y por completo inoportunos de este desenfreno beato. Para variar un poco el tono de la homilía, el portavoz de la Conferencia Episcopal los llamó ??parásitos?. En cuanto al propio Ratzinger ha dicho de todo pero es sumamente descriptiva su metáfora de que viene a salvar ??la viña de los jabalíes del laicismo?. Esto es lo que piensa el ilustre teólogo, gran pensador y ex militante nazi de sus oponentes intelectuales: que son jabalíes, o sea, cerdos salvajes. Deo gratias.
Esta es la forma que tiene de pedir respeto el jefe de la secta, el Mourinho del Vaticano: insultos, violencia verbal, desprecio absoluto a la ciencia y a todo lo que no sea adoración necia y ciega. Hay que reconocer que otra cosa no pero la Iglesia siempre ha sido una perfecta máquina propagandística, de darle la vuelta a la tortilla de la realidad para presentar la mentira envasada y lista para el consumo. En un rapto de inspiración bíblica, Ratzinger tronó contra ??los ateos que se creen dioses? cuando es el único que, según él y los suyos, tiene comunicación directa con el Creador, una línea caliente que siempre está fuera de cobertura. Luego habló de los desmanes económicos y los peligros de acumular capital, y lo dice justo cuando la revista Oggi publica que la reserva oro del Vaticano es la segunda del mundo, sólo por detrás de EE UU. Recolectando oro a espuertas, en plena recesión y con medio mundo muriéndose de hambre: hace falta ser hipócrita. Y para que no falte de nada, Esperanza Aguirre se vistió su mejor disfraz de pastorcilla para cacarear esa mentira que repetida mil veces podría hacerse verdad: que la libertad que disfrutamos en occidente proviene del cristianismo. ¿De verdad, Espe? ¿Y los índices de libros prohibidos? ¿Y la limpieza de sangre? ¿Y la quema de herejes? ¿Y la expulsión de judíos y moriscos? ¿Qué coño creerá esta gente que es la libertad aparte de la libertad de subir los precios del bonobus a los ciudadanos y regalárselo a los peregrinos?
En fin, da lo mismo. Podíamos estar toda la vida hablando de las barbaridades cometidas en nombre de Cristo, de Hipatía de Alejandría, de Giordano Bruno, de Jasenovac; toda la vida repasando el censo innumerable de crímenes, prohibiciones, matanzas, autos de fe, hipocresías, insultos y vejaciones, y no serviría de nada. Seríamos nosotros, los no creyentes, quienes tendríamos que seguir pidiendo perdón y poniendo la otra mejilla. Y todo en nombre de Cristo, aquel hombre bueno que andaba casi desnudo y sin séquito, que predicó la caridad, la humildad y la pobreza, y que la única vez que cogió un látigo fue para expulsar a los mercaderes del templo.
Dostoievski describió en El gran inquisidor lo que ocurriría si Cristo volviera y viera las cosas que hace en su nombre. Le faltó sólo añadir una cosa: se pondría a vomitar.