David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Planeta Somalia

En el cine abundan las películas donde un turista extraterrestre aterriza en el planeta Tierra y queda subyugado por nuestras extrañas costumbres. Aunque les suponen capacidad tecnológica como para cruzar la galaxia en un periquete, los guionistas de Hollywood no conceden a los alienígenas un índice de inteligencia y un nivel ético superior al de un tertuliano medio de Sálvame. Imaginen el asco que sentiría cualquier astronauta al descubrir un planeta donde 4 millones de seres racionales se mueren lentamente de hambre mientras que otros cien o doscientos millones de congéneres se mueren lentamente de obesidad.

El reparto de la grasa humana en el mundo es inversamente proporcional al de la empatía: los mondongos y las enfermedades cardiovasculares arrasan en esos sectores de población sensibilizados con la tragedia etílica de Ortega Cano, un espectáculo folklórico donde se mezclan los toros con la Fórmula 1 y que resulta a todas luces más dramático y digno de lágrimas que un niño con el arpa de las costillas a flor de piel comido vivo por las moscas. No hay racismo alguno: bostezamos igual si se mueren mil negros de hambre que si explota un barrio entero de Kabul con sus ancianos barbudos dentro. Nos produce exactamente la misma indiferencia mientras agonicen bien lejos, en la periferia de nuestro corazón occidental, esa tierna víscera amorcillada por el colesterol, las ferias de ganado futbolístico y las bodas reales. En términos morales, el planeta Somalia se halla mucho más allá que cualquier luna de Júpiter, en un sumidero espacial por completo inalcanzable a sondas y radares, un agujero negro absoluto y aterrador.

Ocurre, sin embargo, que una bomba casi borra el centro de Oslo y esa explosión repercute en nuestros televisores con una potencia inédita. Sentimos entonces que esos seres despedazados pudimos ser nosotros, algo que jamás pensaríamos de las víctimas de un atentado en Bagdad o en Bali. También sospechamos que la armonía del mundo ha sufrido un ligero y letal manotazo, que la dinamita se ha equivocado de sitio, que alguien nos ha desordenado los cajones: la felicidad en Europa, el hambre en Somalia, la guerra en Afganistán.  

A nuestros oídos sobrealimentados llega la onda expansiva de la actualidad, de mayor a menor: un eructo color rosa, una explosión en Oslo, 4 millones de personas agonizando a coro. Cualquier marciano sensible intentaría salvar al menos las moscas.