David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Antonio Tabucchi: Requiem

Leí este libro hace ya casi una década y volví a llevarlo en la maleta en un reciente viaje a Lisboa. Es curioso comprobar cómo ciertos libros pierden con los años. Me ha pasado con Goytisolo, Carlos Fuentes o Benet, escritores que fueron de cabecera y a quienes ahora releo con el mismo disgusto melancólico de estar masticando un polvorón revenido. El sabor, el placer, están allí al fondo del papel, pero lo que queda en la boca sólo son mazacotes de palabras.

Tabucchi, en cambio, se mantiene joven por la misma ley de esas mujeres guapas que han impuesto un estilo de belleza y que, cumplidos los cuarenta, brillan entre una impaciente turba de imitadoras. El italiano practica una literatura de sustracción, de encantamiento bañado de leve exotismo, lo que quiere decir que, en mi caso, juega con todos los ases en contra y aun así casi siempre me puede. Sobre todo en sus novelas cortas, más que en sus relatos. Murakami, Baricco o Auster sueñan con escribir algún día un libro como Nocturno hindú o como Requiem, pero para mí está claro que no lo van a conseguir.

Este libro tenía todas las bazas para no entrar jamás en mis estanterías. Un protagonista escritor un poquito pedante, una ciudad poblada de fantasmas, un gran poeta que emerge de la niebla en las últimas páginas para una cita postmortem anunciada en las primeras. En esta arriesgada partida de póquer, Tabucchi empieza enseñando todas las cartas y como si el título no fuera lo bastante honesto, lo subraya con el subtítulo: Una alucinación.

Y en eso consiste el libro, en una larga, febril y fecunda alucinación de un escritor de mediana edad que se aparece un ardiente mediodía de agosto en el puerto de Lisboa para acudir a una misteriosa cita con un poeta que no se nombra pero que no puede ser otro que Fernando Pessoa. Los escenarios cambian, pasan bruscamente del cementerio a la casa de un amigo muerto, de un restaurante casero a la fresca habitación de un prostíbulo donde el protagonista echa una siesta, de una casa demolida del pasado a un salón de billar. Los encuentros -todos casuales, todos decisivos- se presentan uno tras otro como en un juego de magia, pero con tanta naturalidad que es imposible descubrir el truco.

Quizá porque el truco es que aquí no hay trucos. No hay aquí ñoñeces ni juego borgianos, sino la honestidad de un narrador que se mantiene en vilo en esa sutil línea de equilibrio entre lo que debe decir y lo que debe callar. La cita con el amor de su vida, que se anuncia a lo largo de toda la novela, y que luego corre tras la cortina de una elegante elipsis. La cita con Pessoa, en la que acaban hablando, más que nada, de comida. La cita con el padre muerto -quizá el capítulo más tremendo y emocionante del libro- que entra en plena juventud en medio de la siesta del hijo y le pregunta cómo va a morir.

Resulta curioso que un libro tan fantasmal, tan metafísico, esté repleto de arriba abajo de comilonas fastuosas y farragosas recetas de cocina portuguesa. Como si el narrador necesitara el lastre del estómago para que los personajes no se le escaparan volando, como si este libro fuese una fabulita japonesa o una trilogía neoyorquina, en lugar de un descenso al infierno.