David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


La tumba de Cervantes

Los españoles somos un pueblo avergonzado de su historia, no sólo de ciertos trozos que sí, que son de vergüenza, sino de toda nuestra Historia, en bloque y con mayúsculas, desde Viriato hasta anteayer. Cualquier pueblo se enorgullecería de contar entre sus héroes a Hernán Cortés o a Pizarro, caudillos de la talla de César o Alejandro, tipos que se merendaron un continente a puro huevo y que no obtuvieron otro reconocimiento de aquellos gobernantes papanatas de entonces que una colleja, como siempre.

  

Lo malo es que siglos después, a pesar del ejemplo ilustre de Galdós, ni Cortés ni Pizarro han encontrado asilo en una novela o una película, tal vez porque aún nos escuece la cicatriz de Lepanto, la vergüenza de haber pagado al mayor genio de nuestras letras con una buena ración de cárceles, hambre, pobreza y oprobio. Ya se sabe que en España no hay estatua al soldado desconocido porque aquí nos conocemos todos. En un país que forja un panteón para cada monarca baboso que nos ha arruinado (ya sean austrias o borbones) ni siquiera guardamos los restos mortales de Cervantes.

Gracias a la literatura, al cine, a la televisión, hay ciertos nombres que resuenan en los oídos con un fragor de gloria: Gettysburg, Monte Cassino, Waterloo, Las Termópilas, Bastoigne, Gallipoli. Pero en ese vocabulario elemental de la épica apenas hay sitio para el español y muy pocos sabrían situar Igueriben, el cerro que el coronel Benítez defendió hasta la muerte junto a 300 valientes. Reconozco que yo, al menos, no sabía ubicarlo hasta que Rafael Martínez-Simancas y el coronel Benito Gallardo me llevaron de la mano por todo el matadero de Annual, desde la frontera de Melilla hasta el pezón mismo de Igueriben, donde dos chavales marroquíes, deshechos de tienta de la Historia, nos acompañaron hasta lo alto.

Allí vi a mi amigo Rafael venteando el aire de la batalla, el fulgor de la sangre, el perfil del coronel Gallardo que se mezclaba en el azul de la mañana con filas de soldados fantasmas, y supe que en sus ojos ya crecía una novela, Doce balas de cañón, el libro que acaba de publicar y que cuenta la gesta de Igueriben, una de las pocas narraciones que intenta hacer justicia a aquel desastre militar y al recuerdo de tantos héroes anónimos. Mientras los dos chavales nos vendían unos viejos cartuchos, sagradas reliquias de pólvora, me fijé en que a uno de ellos le faltaba un ojo, una desgracia que cualquier médico hubiese podido evitar, pero aún seguíamos en el epicentro del Rif, entre los nietos de Abd-el-Krim, en un campo de honor abandonado por reyes, generales y tiranos, en ningún lugar. En la polvorienta tumba de Cervantes.