David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Indignación en dos tiempos

He contemplado el movimiento del 15 M desde su inicio con una mezcla de simpatía y desconfianza, tal vez porque nunca me gustaron las aglomeraciones de ningún signo y color, tal vez porque no me uniría a ningún club que me aceptara como miembro. Es cierto que muchas de las fórmulas y soluciones que las asambleas han discutido hasta la saciedad están no sólo inventadas sino puestas en práctica en diversos escenarios revolucionarios (desde Nicaragua a Camboya) con resultados que van de la irrisión a la catástrofe. El 15 M parte de la falacia intelectual de considerar que cien cerebros unidos piensan más que uno, craso error si el cerebro opositor en cuestión pertenece a Joyce o a Einstein. Por la misma razón que cien indignados juntos no tropezarían jamás con una ecuación magistral o escribírían un párrafo del Ulises, difícilmente van a solucionar, así, en plan acampada veraniega, los errores de un sistema imperfecto e injusto, sí, pero bastante menos imperfecto que todas las desastrosas utopías que han intentado enmendarlo.

En cualquier caso, la imperfección sigue ahí, para cualquiera que tenga ojos en la cara, y por eso, a pesar de su ingenuidad y su mugre ideológica de derecha e izquierda, lo que me parece incontestable del 15 M es su sentido de la rebeldía, de protesta, de sacar la democracia a la calle, al ágora, a la plaza pública, que es, al fin y al cabo, el lugar donde nació la idea hace unos 25 siglos. Intenté escribir todos estos sentimientos contradictorios acerca de los indignados en dos columnas escritas con sólo unos días de diferencia. La primera, escrita en tono irónico, apareció el lunes en El Mundo-El Dia de Baleares y se tituló «Yo también soy Brian»:

Día a día el movimiento del 15 M va degenerando cada vez más, pegando gatillazo desde el laboratorio de ideas hasta la glorificación de la roña. Uno puede indignarse, vale, pero la indignación no está reñida con la ducha. Desde el principio desconfié de un movimiento que pretendía abolir el capitalismo salvaje y cuyos sacristanes tronaban desde improvisados púlpitos vestidos con chándales Nike fabricados en China y zapatillas Adidas manufacturadas por niños del Tercer Mundo al tiempo que manejaban un Ipod. Al final lo que ha quedado es esta revolución de niños de papá, de pijos rastafaris que juegan a las barricadas y fuman porros mientras aguardan que lleguen las vacaciones de verano, el máster en California y el puesto de ejecutivo en la empresa familiar.

Una lástima porque, en principio, los grandes motivos de indignación no sólo eran válidos sino que siguen perfectamente vigentes. Nadie, salvo un tonto al sol, puede negar que la corrupción generalizada e indecente, el despilfarro de la administración pública y la obsolescencia de un sistema político parasitario han alcanzado tiempo ha cotas inadmisibles. Ocurre, sin embargo, que la eclosión de asambleas populares en plazas públicas, más que solucionar el problema, lo ha repetido a pequeña escala: una imitación acelerada de todos los defectos de nuestra joven democracia, una reproducción, en condiciones de aislamiento científico, de la charlatanería y la estupidez que aquejan a nuestras instituciones públicas. Entre lo que pasa dentro y fuera de la plaza de Cort no hay mucha diferencia. Básicamente, la mayoría de los indignados no se duchan para que no los confundan con concejales.

Uno de los pocos momentos donde los chavales han dado el salto cualitativo ha sido la escalada épica hasta la balconada del Ayuntamiento de Palma. No obstante, su acto se detuvo allí: se dedicaron a posar para la foto en el momento en que, para seguir a Sade y ser auténticamente revolucionarios, deberían haber tomado el Ayuntamiento o bien haber saltado a la calle en una nueva versión del balconing.

En La vida de Brian, una comedia gloriosa que gana en poder profético y capacidad de análisis cuantos más años pasan, hay una secuencia memorable en la que unos cuantos mataos se reúnen para discutir por enésima vez un plan para conseguir la supremacía mundial en 5 años derrocando antes al Imperio romano. ??Tenemos que dejarnos de cháchara? dicen. ??En cuestión de imperios, éste es el número uno?. ??Hay que pasar a la acción?. ??Hablando no vamos a solucionar nada?. Es un triste y conmovedor espejo de los asambleístas del 15 M, soñando con derrocar el capitalismo a base de comités, verborreas y votaciones a mano alzada. Todavía no se han enterado que ellos también son Brian.

El viernes, en la edición nacional de El Mundo, ante la oleada de intelectuales indignados con los más indignados de los indignados, decidí indignarme por mi cuenta:

A ver si nos entendemos. Se puede celebrar la Nochevieja en Sol con una escandalera acojonante pero no todo el mes de junio. Hay ciertos pretextos (por ejemplo, la victoria de un equipo de fútbol) con los que miles de jóvenes pueden tomar una ciudad, bloquear calles y carreteras, ciscarse en la vía pública y no dejar dormir ni a Cristo, y la autoridad no sólo no lo impedirá sino que animará el cotarro y protegerá a los vándalos en su sagrado derecho a la berrenda. Al día siguiente los periódicos te estamparán el entusiasmo nacional en la cara y los cronistas políticos cambiarán de tercio para glosar las hazañas de once tíos en calzoncillos como una nueva reedición de Lepanto. En cambio, si unos cuantos cientos de jóvenes deciden dar a la revuelta un sentido menos deportivo y menos circense, la algarabía de inmediato se viste de anarquismo y de peligro.

Quiero decir que no me parece bien que unos cuantos exaltados agredan a los diputados del Parlament que acudían a echarse su tradicional siesta en el escaño, pero tampoco me parece bien que cada tanto un destripaterrones millonario suba a follarse a la Cibeles entre los rugidos irracionales de la peña. A un núcleo de esa misma juventud lobotomizada con el fútbol, el Gran Hermano y otros estercoleros populistas, le sale un grano de acné social, le brota una pequeña inquietud política y como por ensalmo los mandarines sienten la inminencia de la revolución en la Plaza de la Bastilla, los trancazos a la puerta del Palacio de Invierno.

A falta de un Lenin o incluso de un Pancho Villa, el descontento invertebrado ha sacado a la calle los mismos argumentos que los tertulianos profesionales y analistas políticos llevan años repitiendo en televisión, en su estudiada pose de bustos parlantes. A saber: que ya está bien de tanta impunidad, de tanto chorizo trajeado, de tanto despilfarro, tanto coche oficial y tanto senador políglota. De tanta diputación provincial, tanto asesor de los cojones, tanto voto inútil y tanta monarquía menopáusica. De tanta podredumbre, tanta palabrería y tanta y tanta mierda. A los chavales les fallan las formas, es verdad (y en política, como en literatura, el fondo es la forma) pero el mensaje, por debajo del griterío, los perros y las flautas, es claro e inequívoco. Estamos empezando a hartarnos. Estamos hasta los leones del Congreso.

De toda esta ceremonia de la confusión no quedará nada, tal vez, salvo el picor del descontento, pero cuando ni los maderos saben qué hacer, no hay que olvidar nunca aquella frase inmortal de Kenneth Mars, el policía ortopédico de El jovencito Frankenstein:  ??Un motín es una cosa muy seria. Y en este pueblo ya va siendo hora de que tengamos uno?.

Marx dijo que lo que sucede como tragedia se repite como farsa. Para mí, lo más triste de todo es que al hablar de este embrión revolucionario haya tenido que recurrir a dos comedias.