David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Plegarias atendidas

Nadal dice que empieza a estar un poco harto de la raqueta, que parece que llevara cien años pegando pelotazos. Tal vez mira hacia atrás, hacia el tiempo en que era un joven aficionado que soñaba con ser Sampras y echa de menos el sueño. Es increíble lo que ha conseguido este chaval nada más que con su obstinación de mula. Porque técnicamente Nadal no es ninguna maravilla, su fuerza radica en que jugar contra él es como jugar contra un muro. Paso a paso el tenista mallorquín ha escalado hasta la cima del tenis y no se encuentra feliz sino exhausto. Sin cumbres que escalar, uno descubre que el éxito nunca es tan redondo como lo había imaginado. Ya dijo Santa Teresa que se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.

Este lamento nadalino puede sonar a desagradecido pero hay algo en la naturaleza humana que tiende al ansia, a la insatisfacción perpetua. Paco de Lucía contaba que, cuando empezó a ganar dinero con la guitarra, el simple placer de hacer música se perdió por el camino y le costó un mundo recobrarlo. ??La sensación era tétrica ??dijo una vez??, como si de los trastes salieran billetes de mil pesetas?.

Nadal dice que el dinero no tiene nada que ver: probablemente daría las ganancias de un año a cambio de recuperar la pura delicia del juego. En mi caso (aunque no sea comparable ya que yo nunca he estado en la cumbre de nada) he experimentado algo parecido al empezar a ganarme la vida con la literatura. Apenas doce años atrás todavía estaba detrás del mostrador de una librería y publicar un libro era únicamente un espejismo, un deseo imposible. Si un espíritu maligno me hubiera asegurado que sólo una década después iba a contar con más de diez títulos de bibliografía y que lograría abrirme hueco como columnista no sólo no lo habría creído sino que me habría reído en su cara.

Lo que no iba a aceptar de ningún modo es que me insinuara que alguna vez iba a echar de menos aquel fuego salvaje que yo ponía en cada palabra cuando era un principiante inédito, cuando sólo publicaba en esas revistas de amiguetes donde aceptaron mis primeros relatos. Se produce una alquimia extraña cuando ganas dinero con la única actividad que no sólo harías gratis sino que pagarías porque te dejaran seguir practicando. Tenía razón Paco: tocas las teclas del ordenador, agarras la raqueta o la guitarra y ves la fila de billetes saliendo al otro lado. No sé cómo lo resolverán los que ya están en la cima, pero a mí me queda toda la montaña que escalar y cuando me atenaza el desánimo, no dejo de dar gracias a Dios por mi buena estrella. Tampoco dejo de recordar ni un solo día que aquel pobre tipo que se quedaba por las noches en el almacén de una librería escribía igual de bien o de mal que ahora.