David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Un trago en honor de Poe

Hace un par de años pasó de puntillas el centenario de Edgar Allan Poe, aquel poeta melancólico que hizo del terror una religión y del que alguien dijo que desentonaba en los Estados Unidos del siglo XIX como un Botticelli colgado en una pocilga. En realidad Poe hubiese desentonado en cualquier tiempo y lugar porque era un poeta loco al que la borrachera le salía en verso, uno de esos tipos sin país que entraba en un salón a recitar e inmediatamente veía un cónclave de cadáveres, se inclinaba a besar la mano a una mujer y descubría en la blancura de la piel el mármol futuro de la tumba. Toda la parafernalia romántica de la muerte en enaguas, el caserón chungo, el cementerio okupa, la inventó Poe, ese delicado orfebre de la belleza que se casó con Virginia, su prima de 13 años, y el mismo día de la boda ya supo que iba vestido de sepulturero.

He recordado a Poe, aquel borracho infeliz que decora gratis las pesadillas de cuervos y gatos negros, al ver los eslóganes de la campaña electoral, el vocerío oligofrénico de los mítines, las jetas hemorroidales de los políticos colgados de las farolas en lastimosa metonimia. Siempre me sucede lo mismo cada vez que padezco una campaña electoral, esa pesadilla unánime de la que nadie podemos despertar, esa noche de los muertos vivientes. Entonces recuerdo que el pobre Poe murió de un ataque de democracia. Lo emborracharon hasta la muerte para obligarlo a votar una y otra vez en una de esas parodias electorales con las que reemplazar una tiranía idiota por otra tiranía idiota, intercambiando bares y urnas hasta que estuvo tan maltrecho que no podía sostenerse en pie y lo abandonaron en un callejón. Agonizó varios días en un hospital de Baltimore y dicen que sus plegarias finales iban dirigidas a un tal Reynolds, el explorador polar que le señaló el fin del mundo, el más allá blanco y desolado que entrevió en la Narración de Arthur Gordon Pym y que reencontró por última vez al fondo de una botella. ??¿Hay alguna esperanza?? preguntó en el momento de morir. El médico no sabía qué decir pero Poe le atajó con la cuchilla con que cercenaba el cuello a sus relatos: ??No me refiero a eso. Quiero decir si hay esperanza para un miserable como yo?.

Lo más triste de todo es que Poe, aquel aristócrata neuronal flaco y sin un dólar, no sólo no creía en la democracia sino que llegó a escribir que el pueblo sólo debe intervenir en las leyes para obedecerlas. No hay ninguna lección en este réquiem salvo quizá la de que sólo una borrachera mortal podría librarnos de la imbecilidad, la fealdad y la mugre que van a atiborrar las calles. Bebamos en honor de Poe, no vaya a ser que la democracia o la muerte nos pillen sobrios y no alcancemos a ver la diferencia.