David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


La caída del pelo románico

Este agosto andar por una calle de Madrid es como pasear por el interior de un secador de pelo, así que me he escapado a Mallorca, a Esporles, donde mi gran amigo Román Piña siempre me tiene guardado un rincón de su casa. A ese rincón lo llamo ‘la perrera’, y así lo expresé en la dedicatoria de Cuidado con el perro, el libro de cuentos que me editó Román. Siempre que llego a Esporles, después del gran abrazo de Román, está la gran sonrisa en la cara de Rosa, la mujer de Román, una enorme alegría en la boca de Milos, el pequeño de la familia, y una pregunta en el ceño de Andrea, la hija mayor: ‘¿Cuándo te vas?’

Andrea ha cumplido ya doce años y parece un prototipo de la Lolita de Nabokov, sólo que mucho más alta y con mucha más mala leche. Milos va a cumplir ocho y se encuentra en esa fase sumamente dialéctica donde en un momento quiere una cosa y al momento siguiente la contraria. Rosa cocina con méritos suficientes como para ocupar un sitio en el banquillo de Viridiana. En cuanto a Román y yo, somos como hermanos pero sin el como. Juntos hemos compartido libros, columnas, editoriales, premios, días, noches, medusas, playas, amigos, piscinas, borracheras, cigarros y sobre todo risas, muchas risas. Román es uno de esos tipos con los que me río más a gusto, aunque por esta foto de aquí abajo parezca un tío más bien serio.

El plan para esta tarde es es ir a darnos un chapuzón en la piscina y luego irnos a cenar los tres, Rosa, Román y yo, con Agustín Fernández Mallo y con Aina. Porque Román, para mí, es como el rey Arturo, y la Mallorca románica, una Tabla Redonda de donde no paran de salir amigos y más amigos de entre ese listado de caballeros artúricos que es La Bolsa de Pipas, la revista que dirige Román desde hace más de diez años, la única donde publica el poeta novel más desconocido junto al último premio Nadal.

Novelista, poeta, editor, columnista, periodista y un montón de cosas más, Román es, ante todo, un criador de amigos. Más o menos a su vera, gracias al contacto pipista, he conocido a Agustín, a Aina, a Felipe Hernández, a Diego Prado, a Angela Vallvey, a Max, a Emilio Arnao, a Javier Jover, a Carlos Jover, a Juan Planas, a Eduardo Inda, a Agustín Pery, a Inés Matute, a Joaquín Llorens, a Miguel Dalmau, y a un largo y casi siempre mallorquín etcétera.

La amistad, para mí, es una cosa muy seria. Hay gente (algunos no andarán muy lejos) que cree que la amistad consiste fundamentalmente en lamer el trasero de alguien en espera de una recompensa futura. Hay otros para los que la amistad no es más que un as en la manga a la espera de completar un trío. Hay otros que simplemente dan asco. La amistad, sin embargo, no espera ni cambia ni alquila: es esa extraña aleación vital de la que hablaba Montaigne que no tiene nada que ver con sexo, vínculos familiares, jerarquías sociales ni nada que no sea el puro e intransitivo placer de ser ella misma.

Conocí a Román hace ya casi una década. He visto crecer a sus hijos. He visto cómo sus espesos rizos griegos se iban espolvoreando de canas y él ha visto cómo el pequeño cráter de mi calva iba ensanchándose hasta formar una ecuménica tonsura. La otra noche nos bañamos junto a Milos sin más bañador que la luna y hoy vamos a compartir el máximo de intimidad que pueden permitirse dos varones antes del intercambio de saliva. Hoy vamos a cortarnos mutuamente el pelo.