David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Infancia de miedo, cine de verano

Mi padre ha trabajado en más oficios de los que yo puedo recordar. Fue pastor de cabras a los siete años, panadero a los doce, pescador en una traíña a los dieciocho, mecánico naval en un carguero a los ventitantos, mecánico de coches en la FEMSA a los treinta y camionero en la misma empresa antes de cumplir los cuarenta. Hay otros oficios pero se me olvidan. Mi padre ha cruzado toda España encima de un traíler y medio mundo sobre los lomos del mar: cuando yo nací, él estaba en Dakkar, en las costas de Senegal, pescando gambas, y fue un barco francés el encargado de llevarle la buena nueva.

Aprendió a leer y escribir cuando ya era un hombre hecho y derecho, hazaña intelectual que no supe valorar en su justa medida hasta que trabajé en una academia de Moratalaz y vi a varios ancianos que se esforzaban cada día en la dificilísima tarea de descifrar palote a palote una inexpugnable piedra Rossetta.

Un verano, cuando yo tenía seis o siete años, mi padre se sacó unas perrillas extra haciendo de acomodador en un cine de verano. Llegaba a casa sobre las ocho o las nueve de la noche y, como un Madelman proletario, cambiaba el mono de mecánico por una camisa blanca y un pantalón oscuro. Cogía una pequeña linterna de mano y se iba para preparar las sillas de tijera frente a una pared blanca también pluriempleada, donde los chicos solíamos jugar al frontón y que hacía las veces de pantalla.

Luego llegábamos mi madre, mi hermano y yo, generalmente acompañados de una tartera metálica con tortilla de patatas y croquetas frías, y nos sentábamos en las sillas que mi padre había reservado para nosotros. Mientras caía la noche lo veíamos moverse precedido por el halo de santidad de la linterna cruzando las filas de asientos. En aquella pantalla improvisada en un solar de la calle Valdecanillas vi (en un programa doble que incluía Pánico en el transiberiano) una de las películas que más miedo me han dado jamás. Sólo recuerdo que iba de una mujer muy guapa que de repente se transformaba en una especie de mariposa gigante que chupaba la sangre a los tíos. (Sí. He dicho la sangre. Sólo la sangre. Vale.)


Es probable que me pasara media película con la cabeza metida entre las piernas porque no guardo más recuerdo de la metamorfosis de la mujer que una oscuridad impenetrable y el grito aterrado de sus víctimas. En el cine de terror, mostrar al monstruo casi siempre es un error garrafal porque no hay peor monstruo que el que tú te imaginas. En mi memoria, aquella película de la que no tenía el título ni el nombre de un solo actor, creció y creció hasta convertirse en algo más que un placentero emblema del miedo: se transformó en un símbolo del eterno femenino.

No sé si será por la ausencia de hermanas o porque en San Blas las niñas sólo servían como blanco de pedradas, pero, para mí, durante la adolescencia y buena parte de la juventud, las mujeres siempre han resultado un enigma impenetrable, bellas crisálidas que ocultaban en su interior una criatura pavorosa. Por razones que ahora no vienen al caso (quizá las cuente algún día), una vez tuve que hace un test de Roscharch y el psicólogo se quedó fascinado con la interpretación de ciertas figuras donde yo sólo veía ángeles andróginos y vaginas dentadas. En una de ellas, volví a ver a aquel horrible monstruo del cine de verano: una especie de ángel maligno con alas enormes. Por lo demás, debí de sacar una puntuación lamentable: no acerté ni una sola mancha.

Durante años y años intenté en vano buscar el título de la película. Cuando se inventó internet (hubo una época, créanme), entré un día en google y tecleé las combinaciones de palabras que pudieran darme la clave del enigma. Nada. Una noche feliz se me ocurrió preguntarle a Panadero (que es una enciclopedia viviente en doce lomos sobre cine de terror bueno y malo) acerca de una película de los años setenta, seguramente casposa, probablemente italiana, con sexo oblicuo y mariposa vampiro. Tampoco sabía de qué película le estaba hablando, pero hizo una llamada a su amigo Carlos Aguilar. Inmediatamente obtuve una corrección, un título y un nombre. La película no era italiana, sino inglesa. Era El deseo y la bestia, de Vernon Sewell.

La semana pasada, en un kiosco de periódicos, vi un programa doble de Vernon Sewell que incluía El deseo y la bestia y La maldición de altar rojo. Por supuesto, no resistí la tentación, lo compré en el acto y puse a rebozar mi memoria aquella misma noche. Me sorprendió descubrir que, entre el elenco de actores, estaba Peter Cushing, calavera inolvidable de mi infancia, perfil reflexivo de ave rapaz que fue el mejor Sherlock Holmes que yo recuerdo, el Van Helsing por antonomasia. La película era mala con un punto de ingenuidad conmovedora: un sabio loco que de repente recobra la cordura y un detective irresponsable que viaja de incógnito con su hija para que la jovencita sirva de unidad donante móvil. Carruajes a caballo, nieblas inglesas, tazas de té, bigotudos policías británicos. La actriz principal era tan bella y tan malvada como en mi recuerdo pero el monstruo no consistía en un perverso agujero negro, un ramalazo de oscuridad, sino en un lamentable disfraz de abejorro gordo estilo el Chavo del Ocho.

Volver a caminar ante la casa de una antigua novia, oír otra vez una canción que en tiempos lo fue todo, tirar del sedal para que emerja un terror de la infancia y descubrir que sólo era un trapo mojado. Luis Alberto de Cuenca escribió en un verso inolvidable que la nostalgia es un burdo pasatiempo. También puede resultar un ejercicio arriesgado, fútil, conmovedor a veces. Como intentar acertar una mancha en un test de Roscharch.