Franconstein
El miércoles 2 de marzo a las 8 de la tarde presento mi nuevo libro, Punto de fisión, en el Círculo de Bellas Artes, con ayuda de Fernando Marías, gran tipo y gran escritor al que ya le voy debiendo una entrada. Por supuesto, están todos invitados. Esta es la novela donde creo que por fin me he desmelenado, ahora que me voy quedando calvo.
Hay cuatro historias dentro de Punto de fisión. Cuatro por lo menos. Hoy hablaré de la historia de Leonardo Zubiri, un pobre tipo al que le cae un rayo encima y de repente, por gracia de la electricidad, se convierte en un escritor. Es un hombre que apenas había leído un libro pero a quien el rayo le inyectó el veneno de la literatura. No deja de leer ni un minuto y, como es lógico, pronto pasa a la escritura. Entre los libros insensatos que idea, se le ocurre contar la historia del mundo cifrada en los conflictos de una comunidad de vecinos. Pero antes emprende una historia más personal, una visión de la dictadura franquista vista a través de los ojos de su padre. He aquí, en rigurosa primicia, un fragmento:
(…) De manera que aparcó todos sus otros proyectos en marcha para escribir Franconstein, una distopía terrorífica donde narraba la eternización de la dictadura franquista gracias a los avances de la medicina y a la revolucionaria técnica de los trasplantes. El Caudillo lograba prolongar su vida artificialmente, década tras década, gracias a los riñones, corazones, cerebros e hígados de los jóvenes díscolos que cazaba en su reserva de El Pardo y que luego los científicos le iban injertando en su organismo amojamado. La novela comenzaba con una pareja de audaces reporteros que huía a la carrera por las entrañas de un bosque sin saber que también corrían por la mirilla telescópica de una escopeta de caza que sostenía un anciano tembloroso en una silla de ruedas. Sus cabezas acabarían adornando las estancias palaciegas, en una pared festoneada con panoplias de comunistas, socialistas, monárquicos y algún que otro médico incompetente, entreveradas con los clásicos trofeos de jabalíes, lobos y muflones. Porque la emoción de la cacería era (aparte del usufructo del poder absoluto) el último y rengo placer que podía permitirse el Caudillo, un hombre que nunca perdió el tiempo persiguiendo mujeres y al que tampoco entusiasmaban los placeres de la buena mesa, la bebida o el tabaco; un cadáver aplazado indefinidamente que se alimentaba a través de unos tubos con suero y caldo de pollo, y que respiraba oxígeno puro a través de un pulmón artificial incorporado a su silla de ruedas. Por desgracia, los tratamientos médicos destinados a mantenerlo con vida eran demasiado caros y el Invicto había tenido que asistir a la desaparición paulatina de esposa, hijos, nietos, amigos y correligionarios de toda índole mientras la ferocidad de aquel Régimen sostenido ortopédicamente convertía el país entero en un coto de caza privado de donde la población había huido en masa al extranjero. Más allá del Pardo sólo había ciudades en ruinas, pueblos abandonados, cuarteles, cárceles saturadas y catedrales hechas cisco. Cuando le punzaba la nostalgia, el Caudillo reunía a algunos de sus antiguos generales (desenterrados de la tumba, atiborrados de ambipur y embalsamados minuciosamente hasta que adquirían una aceptable presencia de maniquíes condecorados) para jugar a la brisca mientras recordaban juntos los tiempos gloriosos de la guerra, el oro y la sangre de las batallas. Morito, un viejo perdiguero que le había acompañado en numerosas cacerías y al que guardaba un sucedáneo de afecto que en su caso podía traducirse por cariño, también había logrado el privilegio de la momificación. Subido a una plataforma de rodamientos, los ojos vidriosos y la lengua fuera, corría algunas tardes tras la silla de ruedas, atado a una cuerda, mientras una cinta magnetofónica incrustada en el pellejo reproducía de cuando en cuando la sarta de alegres ladridos con que Morito saludaba a su amo.
Todo el país había encallado en el miedo, mera extensión geográfica de la interminable agonía del Caudillo, cuya putrefacción en vida se había extendido a las instituciones, el comercio, el clima, la naturaleza. La sequía había agostado las cosechas. Los ríos se secaron. El desierto avanzaba hacia el norte con su lenta e insaciable lengua de arena, engullendo bosques, ciudades y montañas en una digestión de décadas. Las enfermedades habían hecho pasto de la cabaña ganadera, dejando únicamente algunas hordas de cabras enloquecidas y vacas famélicas que merodeaban por los lechos secos de los embalses, antaño orgullo del Régimen y hoy nada más que monumentos absurdos, ruinas hidráulicas que conmemoraban el tiempo en que el agua era algo más que un sueño. Hacía muchos años que el clero había roto relaciones con un Estado cuyo representante máximo se había negado a cumplir la ley de Dios y dedicaba sus esfuerzos a una incesante persecución de la vida eterna mediante un abominable pacto quirúrgico. Tampoco le perdonaron que, por divertirse un rato, acudiera una mañana soleada a la catedral de León y se dedicara a pulverizar con cartuchos de postas las vidrieras más solemnes de la cristiandad. Como en un histérico cuadro del Bosco, los signos del apocalipsis proliferaban por todas partes: árboles carnívoros, perros antropófagos, iglesias quemadas, profetas enloquecidos. Hasta el mar que bañaba las costas amuralladas de piscinas rotas y complejos hoteleros desvencijados no era más que una hirviente sopa de medusas. España era, al fin, una, grande y libre.