Postales desde el Gulag
De acuerdo, Camino a la libertad no será una obra maestra pero es una película de Peter Weir y eso ya es mucho. Sobre el autor australiano ha pesado el padrinazgo de la National Geographic, empeñada en sacar postales de la tundra, el desierto y la Muralla China. La odisea de unos cuantos prisioneros polacos (más un urca siberiano y un pardillo estadounidense de turismo por la URSS) en busca de la salvación está contada en trazo grueso pero vale como uno de los escasos acercamientos cinematográficos a la más atroz, duradera y silenciada masacre del siglo XX: el Gulag.
Sin duda, lo mejor de la película está al comienzo: la esposa a la que obligan a delatar al propio marido bajo tales torturas que uno sólo puede imaginarlas; la entrada al infernal campo de prisioneros, bajo un pórtico y un lema donde el espectador sensible verá inmediatamente el Arbeit Macht Frei nazi en caracteres cirílicos (de hecho, Auschwitz es una fotocopia de Kolymá); el horror de esos inmundos barracones donde los bandidos urcas imponían su ley a navajazos. La visión del hielo y la ventisca es tan vívida que a los cinco minutos de película ya te duelen los pies de frío. Hay quien dice que Hitler tuvo que inventar las cámaras de gas porque carecía de ese verdugo inhumano que es el clima siberiano: un invierno era la media de vida en esos gélidos mataderos que cobijaban la mayor fábrica de esclavos que el mundo ha conocido.
Al igual que su gemelo nazi, el Gulag era una máquina diseñada no sólo para matar sino para borrar cualquier resto de humanidad que pudiera albergar un hombre. En el comunismo, como en todo sistema totalitario, la delación era un deber, una moda, una forma de supervivencia. En el darwinismo feroz del Gulag no sobrevivían los mejores sino los más aptos, es decir, los chivatos, los lameculos, los asesinos, los cobardes. También los chicos jóvenes violados por su belleza o los que sabían contar historias para conciliar el sueño de los matarifes.
Lo que podía quedar de un hombre en esas tinieblas donde mataban por una bufanda o un trozo de pan, se masturbaban con el dibujo hecho a tiza de una mujer desnuda y se dormían oyendo relatos en voz alta, era bien poca cosa. Sin embargo, Varlam Shalamov sobrevivió 15 inviernos y volvió con los Relatos de Kolymá, una de las cumbres de la literatura, un libro casi insoportable. A Shalamov le bastaba abrir la boca para que una historia cobrara vida pero jamás les dio el gusto de contarles un cuento a los asesinos. Podía haber vivido bien, sin visitar el abismo de las minas, dejando que su musa se acostara con criminales pero no quiso prostituir su talento, su último reducto de humanidad.
No puedo concebir valor más grande.