David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Jacqueline Du Pré en la enfermedad

En 1972 Jacqueline Du Pré dio su último concierto. Estaba en Nueva York, junto al afamado violinista Pinchas Zukerman, ambos dispuestos a enfrentarse al Doble Concierto de Brahms bajo la batuta de Leonard Bernstein. Pero Jackie, como la llamaban sus amigos, casi no pudo abrir los cierres del estuche del violonchelo y Bernstein, pensando que se trataba de un ataque de nervios, la convenció de que siguiera adelante. Muy poca gente sabía la verdad: ya no sentía sus dedos. Sin tacto, la música de Brahms se le transformó en un océano sin puntos de referencia y el mástil del instrumento en un intrincado rompecabezas donde tenía que calcular a ojo dónde iba posando las yemas. Unos meses después le fue diagnosticada una esclerosis múltiple.

Cuatro años atrás la enfermedad había empezado a declarar sus síntomas, pero no fue hasta aquel concierto con la Filarmónica de Nueva York, cuando Jacqueline Du Pré comprendió que había terminado su idilio con la música. Tenía apenas 28 años. Unos meses antes, en diciembre de 1971, había realizado sus dos últimas grabaciones: la Sonata para violonchelo y piano en sol menor, de Chopin, y una adaptación para violonchelo de la Sonata para violín en la, de Cesar Franck. Junto a ella, en el estudio de grabación de Abbey Road, estaban los dos amigos que la acompañaron hasta el final: su esposo, el pianista Daniel Barenboim, y ese otro cuerpo curvilíneo que no le falló jamás, un violonchelo Stradivarius que había pertenecido a un virtuoso ruso y que tenía caprichos de niño mimado.

Antes de aquel terrible diagnóstico, Jacqueline Du Pré lo tenía todo. Talento, inteligencia, belleza. Estaba considerada la mejor violonchelista de su generación, con un sonido único, apasionado e intenso, comparable únicamente a Rostropovich y a Casals. Pero, dada su juventud, sus posibilidades eran ilimitadas. Sus versiones de los conciertos de Dvorak y Schumann se convirtieron en auténticas referencias, y la grabación que hizo en 1965 del concierto de Elgar dejó boquiabierta a la crítica y la lanzó al estrellato mundial. Escoltándola en aquel disco legendario estaba la Orquesta Sinfónica de Londres, dirigida por sir John Barbirolli, un viejo director de 65 años, vehemente y espléndido, que había conocido a Elgar en persona y que incluso tocaba en la sección de cuerdas (un violonchelo precisamente) el día del estreno. Cuando le preguntaron acerca de qué opinaba acerca de la interpretación de aquella jovencita de 20 años, Barbirolli sonrió: ‘Mucha gente la acusa de entregarse demasiado, pero yo la adoro. Si no derrochas en exceso cuando eres joven, ¿qué harás cuando seas viejo?’

Ciertamente, Du Pré se daba a manos llenas, se entregaba a fondo en cada concierto, en cada pasaje, en cada nota. Como si supiera que en realidad no le quedaba mucho tiempo, que la vejez prevista por Barbirolli nunca llegaría. Cuando se arqueaba en medio de un pasaje tumultuoso, luchando con la música, su hermoso cuerpo parecía otro violonchelo lleno de curvas y relámpagos: una sirena surgida de un sueño. Sin embargo, aquella belleza suya tan carnal, tan sensual, estaba matizada por un halo de espiritualidad, acariciada por un toque de travesura. En las fotos, a veces, parece un ángel descendido a la Tierra; otras veces, la alegría le traspasa la cara y bajo la majestuosa melena rubia aparece una niña sonriente que acaricia el violonchelo como si jugara. Detrás de aquella muchacha alta y esbelta, guapa al viejo estilo, que apenas se maquillaba, sigue latiendo algo de la tristeza de los niños prodigio, las horas encadenadas a la servidumbre del instrumento y a la minuciosa tortura de las digitaciones.

Jacqueline Du Pré se enamoró del sonido triste y profundo del violonchelo desde la primera vez que lo escuchó por la radio. Tenía cinco años, un don natural para la música y aquel quejido doloroso, aquel lamento tan semejante a la voz humana, le tocó el corazón. Tuvo a algunos de los más grandes virtuosos del siglo como profesores, de Casals a Rostropovich pasando por Tortelier, pero siempre prefirió por encima de todos ellos a William Pleeth, su querido profesor de la Guildhall School of Music and Drama de Londres. Durante la adolescencia, su talento fabuloso la aisló del mundo, y cuando años después, en 1966, conoció a Daniel Barenboim, supo ver bajo el encanto de aquel joven virtuoso del piano la soledad enclaustrada de otro niño prodigio, regordete y con pantalones cortos.

Un año después ella se convirtió al judaísmo y se casó con Barenboim en una ceremonia en la que el director Zubin Metha ofició de testigo. Los tres formaban el núcleo de un conjunto de brillantes músicos judíos que algunos definieron maliciosamente como la Kosher Nostra y en donde había nombres tan prestigiosos como Isaac Stern, Itzhak Perlman y Pinchas Zukerman.

El instinto musical de Du Pré unido a la inteligencia de Barenboim floreció en un puñado de grabaciones bellísimas, entre otras, los ciclos completos de las Sonatas para violonchelo y piano de Brahms y Beethoven. Fue una de las relaciones más hermosas y fructíferas de la historia de la música, trágicamente truncada por la enfermedad de Jackie, que ocupó 18 de los 20 años del matrimonio, hasta la muerte de ella. ‘Como toqué con ella jamás he vuelto a tocar con nadie’ ha dicho Barenboim, que sintió cómo una parte de él se había marchitado para siempre. No fue el único: en enero de 1988, durante el elogio fúnebre en memoria de Jacqueline Du Pré, Zubin Metha contó cómo unos días antes estaba intentando ensayar el concierto de Elgar junto a un célebre solista y no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas: ‘¿Estás pensando en ella, verdad?’. Metha bajó la batuta y dijo: ‘Nunca volveré a dirigir esta música’.

El bellísimo concierto de Elgar, con el desgarro de su arañazo inicial y su conmovedor lamento de un anciano al término de sus días, era la música que Jackie, en los días malos de su enfermedad, escogía para reemplazar la sensación física del llanto. La esclerosis múltiple se lo había quitado todo: la música, el movimiento, la gracia, la dignidad, incluso el alivio de llorar. Pero aun así, postrada en su silla de ruedas, siguió dando clase a sus alumnos, intentando transmitir a otros la belleza que ella ya no podía tejer, sin desprenderse jamás de su amado violonchelo que había acariciado por última vez tantos años atrás. ¿Está en la última grabación que realizó, escondida en las entrañas del tempo lento de la sonata de Franck, la despedida final, el adiós a toda la música que ya no sonaría, el silencio definitivo de ese otro cuerpo de madera encerrado en su estuche, el temor a que las manos no respondan, el miedo a irse secando poco a poco, de las hojas a las raíces, como un árbol que se dobla hacia la muerte? ¿Sabía todo eso Jackie mientras sostenía delicadamente el arco en Abbey Road, lo sabía alguna parte de ella, su corazón, sus dedos? ¿Conocía premonitoriamente el espanto preñado en los años venideros, todos los tormentos de la enfermedad, y los fue sembrando a lo largo de la Sonata de Franck? ¿Puede un intérprete clásico expresar su propia sangre sobre la sangre escrita, gritar por encima del grito indeleble del compositor?

Sin embargo, para el momento final, Jackie no escogió a Franck, ni a Dvorak, ni siquiera a Elgar, sino el delicadísimo y turbulento Concierto para violonchelo de Robert Schumann, una obra que el desdichado músico alemán compuso ya al borde de la locura y que ella misma había grabado en su juventud. Por encima del tiempo y de la muerte, por encima de la música y de Schumann, mientras su cabeza moribunda reposa en la almohada, Jackie sigue gritando.

(Publicado originalmente en el suplemento UVE de El M
undo en el verano de 2006)