David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


El experimento azul (4)

Vale, vale. Como se pone la gente por un error de nada. Sí, es cierto, confundí la tostadora con la Nintendo, le puede pasar a cualquiera. En la emoción de avanzar pantalla tras pantalla tras el espíritu azul de Ghost Trick, confundí el calor anaranjado de las resistencias con el anuncio de neón de un bar de mala muerte. Es el problema de vivir en un ecosistemas plagado de electrodomésticos que todavía no conozco bien y que nunca me han presentado. ¿A vosotros no os pasa? ¿No dudáis a la hora de introducir un MP3 en la lavadora o de programar el frigorífico para que grabe unos boquerones en vinagre?

Vivimos en medio de una tecnología estrictamente incomprensible. Antes mi padre, mecánico de profesión, podía destripar cualquier vehículo y arreglarlo en dos patadas. Un día que un barco los dejó tirados a treinta millas de la costa y cuando toda la tripulación ya pensaba en caer de rodillas y rezar para que enviaran a Shackleton, mi padre bajó a la bodega, se puso hasta los codos de grasa y logró arrancar el motor. Sin embargo hoy abre el capó de un coche y no sabe ni por dónde se enchufa. Todo son ordenadores, relés, inyectores, rollos de electrónica, no de electricidad.

Lo dijo Arthur C. Clarke: cualquier tecnología lo bastante sofisticada es indistinguible de la magia. Hace unos años se te estropeaba una cinta de video o de cassete, cortabas el trozo atascado, empalmabas y a otra cosa. Hoy se te escacharra un CD o un archivo de video y ya lo puedes tirar a la mierda. Recuerdo cuando era un crío y veía a mi padre sudar tinta intentando programar un video. Ahora veo a mi sobrino Jaime, de cuatro años, manejando la Nintendo DS como si le hubiera crecido entre los dedos y pienso que tal vez yo no alcance a comprender la próxima revolución tecnológica. Que me quedaré retrasado, igual que los neandertales poco espabilados ante la primera llama anaranjada, igual que los aztecas ante los arcabuces de Cortés y sus muchachos. De hecho en mi último cumpleaños mis cuñadas me regalaron un reloj precioso, aparentemente normal, pero ninguno en toda la familia alcanzamos a vislumbrar cómo funcionaba. Tuve que ir al Corte Inglés y pedirle a una jovencita en la relojería que me lo pusiera en hora. No le resultó nada fácil pero cuando intentó explicármelo fue como si me hablara en armenio. Para mí, como si hubiera hecho magia.

En las tripas de Ghost Trick arde un fuego viejo encarnado en una nueva hoguera. No tengo ni la menor idea de cómo va aunque también es verdad que ignoro olímpicamente cualquier aparato que exceda la tecnología de una navaja. Pero no me cuesta nada imaginar que, dentro de unos años, la gente irá por la calle con su consola  igual que ahora vamos con unos cascos de música o un teléfono móvil (artilugio impensable hace apenas quince años). Al contrario de lo que mostraban los primeros relatos de ciencia-ficción, la tecnología no es el enemigo sino el aliado, el perro cibernético, el mayordomo catódico, el amigo electrónico. ¿Qué haríamos sin la tostadora, sin el frigorífico, sin el tocadiscos, sin el ordenador, sin el marcapasos?

Hay un miedo irracional (y digo bien: irracional) a la tecnología, a todas las posiblidades abiertas a los nuevos miedos. Este mismo sábado, en Babelia, venía un poema de Juan Antonio González Iglesias titulado «Benditos los ignotos» y precedido por una cita de Goethe. Estaba dedicado a todos esos pobres benditos que carecen de internet, de blog y de Facebook, que desconocen lo que exponer su intimidad al fulgor de los desconocidos. Una auténtica pieza de añoranza de aldea, pura nostalgia del terruño. «Benditos lo que viven/como cuando nacieron» dice sin el menor pudor, el tío, como si el hecho de dar a luz en un hospital, asistida por personal especializado y con las últimos avances en medicina, fuese un descrédito. Como si no existiera la epidural, ni los analgésicos. Me pregunto si el buen hombre habrá enviado el poema por señales de humo o por paloma mensajera.