El Führer de la pampa
Sentado de nuevo en el banquillo, con sus gafas de jubilado y su elegancia de cadáver en ciernes, Jorge Rafael Videla ya no tiene aspecto de general fatuo, ni de asesino entusiasta, ni de fascista fanático. Es, más bien, un viejecito inofensivo, un secundario cómico. Sólo que, si uno se fija bien, Videla, como tantos otros tiranos, siempre tuvo ese aire de cachivache hueco, de actor de relleno al que las circunstancias y una afición muy particular por la sangre llevaron a la primera plana.
En las fotos antiguas, en los tiempos en que la gente desaparecía con un simple gesto de su mano, Videla exuda un aire ascético de gaucho aficionado, de aspirante al papel de Martín Fierro en una función de provincias que se esforzara en planchar el uniforme, en estirarlo con la tensión de su propio esqueleto. La banda albiceleste, las medallas, la parafernalia: todo estaba pensado para el porte marcial pero nada menos marcial que aquel lamentable maniquí de opereta con veleidades genocidas. Nada más lejano a la grandeza de un Grant o la gloria de un San Martín que su lenta ascensión de lameculos por todos los peldaños del escalafón militar.
Puede que fuese general pero parecía un botones de hotel y, ahora, un conserje jubilado. Su grandeza es postiza, como la de tantos otros dictadores con ínfulas napoleónicas. También Mussolini dormía con el uniforme puesto, olvidando el tiempo en que huyó a Suiza para librarse de la mili. También a Hitler le encantaba calarse gorras y medallas aunque técnicamente jamás pasó de cabo. Pero, más que el uniforme, el bigotito a lo Chaplin es el nexo de unión entre aquel gaucho del III Reich y este Führer de la pampa, un símbolo de virilidad más que dudosa en dos ejemplares más bien raquíticos. Pura decadencia capilar: Videla le copió el bigote a Hitler y Hitler a Charlot.
Como Hitler, como Pinochet, como Franco, como tantos otros matarifes y salvapatrias, Videla tiene un aspecto a mitad de camino entre el horror y el ridículo, entre la risa y el espanto. Las antiparras tenebrosas de Pinochet, la voz de pito de Franco son elementos cómicos, tramoyas y pegotes necesarios para hacer soportable y hasta digerible la presencia constante y ubicua del personaje. ¿Cómo sobrevivir cuatro décadas a la dictadura franquista, cómo masticar esa España de miseria, sacristía y mesa camilla sin contar al menos con el alivio de un chiste, una imitación, una parodia? El humor es la última bala. Sospechar que a Hitler le faltaba un testículo o saber que al Caudillo sus propias tropas lo llamaban ??la Culona? eran consuelos, estrategias, formas de sobrellevar la locura. Será por eso que el reestreno de la justicia argentina huele a cine mudo.