David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Invitado a un aquelarre

Hace poco recibí en mi casa, como regalo de cumpleaños adelantado, un libro de relatos de terror, Aquelarre. El regalo era doble y obviamente exagerado porque mi nombre estaba ahí, engarzado a algunos de los mayores talentos del género en España. Si hay un género hecho a propósito para el cuento es el terror. Una historia de miedo es, como decía Savater, lo que uno quiere oír apenas se apagan las luces o se enciende una hoguera.

No hay mejor puerta de entrada a la literatura que el terror. Recuerdo que uno de los primeros libros que hojeé una y otra vez, hasta destrozarlo, fue la edición de Alianza de los Cuentos Completos de Poe en la traducción de Cortázar. Luego vinieron Bécquer y sus ojos verdes, London y la sangre congelada, Lovecraft y Machen y Blackwood en aquella asombrosa antología de Rafael Llopis donde las paredes rezumaban ratas y el aire indómito de los bosques del norte se llenaba con el olor innombrable del Wendigo.

En las muchas antologías de terror que han desfilado por mis manos siempre he buscado ese escalofrío, ese estremecimiento delicado y terrible que aseguraba que había algo al otro lado de la puerta, ese temor infantil a los armarios, a no dejar un pie colgando fuera de la cama. Eran libros baratos y muchas veces atroces, y entre los grandes maestros del género (Stephen King, Clive Barker, Robert Bloch, Richard Matheson) siempre acababa descubriendo a un artífice anónimo, por ejemplo, una autora desconocida (creo que sudafricana) que contaba la horripilante historia de una niña que no podía dejar de decir adiós. Miraba a alguien, le decía adiós e inevitablemente esa persona moría  Cuentos, como decían en La Codorniz, para no leer con la luz apagada.

Por eso me siento especialmente orgulloso de que Antonio Romar y Pablo Mazo hayan elegido un viejo cuento mío de vampiros para que haga bulto junto a una escuadra de zombis, fantasmas, caníbales, medusas, y pavores de toda índole. Una nómina que incluye, entre otros, a Cristina Fernández Cubas, Pilar Pedraza, Care Santos, a José Carlos Somoza, a Norberto Luis Romero, con quien me tropezaba hace años por la calle del Pez, a Juan Ramón Biedma y a Ismael Martínez Biurrun, con quienes coincidí en Gijón en una Semana Negra, a Lorenzo Luengo, con quien prosigo mi eterno juego de encuentros y desencuentros.

La presentación es cronológica, con los autores ordenados de mayor a menor, lo cual me jode por dos cosas. Una, porque ya estoy tirando hacia la mitad superior del tablero, con lo cual lo de autor joven se está convirtiendo no sólo en una lacra sino en una etiqueta caducada. Dos, porque por culpa de los putos años, mi cuento va justo delante del de Félix J. Palma, una historia espeluznante de arañas humanas capaz de borrar una pesadilla de Ambrose Bierce, no digamos mi más bien vaporosa Transilvania. Al menos, al hojearlo, he descubierto una errata que se ha ocultado con éxito durante doce años (Budapest por Bucarest) y sobre todo he recordado a un viejo y querido amigo, José Francisco García Prados, poeta grande donde los haya, que me llamó un día de 1999 cuando yo curraba en la Feria del Libro para decirme que había ganado el Premio Sial de Relatos. ¿Te acuerdas, Paco?