David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Thelonious Monk: rondando la medianoche

Cuando hacía música casi siempre llevaba puesto un sombrero inverosímil: un birrete turco, una gorra de marinero, una boina existencialista, un gorro ruso, un capirote indio, cualquier cosa. Como si las ideas fueran a escapársele si no las mantenía bien sujetas, como si las melodías echaran a volar por su cuenta. En cualquier otro tal variedad de sombreros extravagantes hubiese resultado ridícula pero en Monk no. Monk los necesitaba para atornillarse a la silla y empezar a dar zarpazos sobre las teclas.

Le gustaba el silencio, las síncopas exasperantes entre nota y nota, no hablar, no dar pistas, no abrir la boca, caminar, sentarse sin hacer absolutamente nada, inmóvil como una piedra durante días enteros, congelado dentro de un bloque de aire en perfecta quietud como un pez en su pecera. Le preguntaban y no respondía. Le volvían a preguntar y nada. A veces, el sombrero era la única pista para saber de qué humor estaba.

Tenía una forma personal de tocar el piano, de arrastrar los dedos sobre el teclado o disolver una melodía a contrapelo, llenándola de silencios y huecos. Una vez le preguntaron por qué golpeaba así las teclas. ??Les doy como me da la gana? dijo. Otra vez en un club de Boston empezó a tocar el piano tan despacio, tan suavemente que durante un buen rato no se oyó más que el arañazo de sus dedos sobre el marfil y sus músicos tuvieron que abandonar uno a uno el escenario mientras Monk sudaba a mares sobre las teclas intentando no hacer ruido alguno, excavando el silencio, salvando de la nada toda aquella música inaudible que rebosaba de su cabeza. Por eso, porque estaban hechas de pausas, de cosas no dichas y pensamientos inefables, sus canciones eran tan difíciles de tocar y sólo los grandes entre los grandes se atrevían con ellas: Sonny Rollins, John Coltrane, Charles Rouse, Johnny Griffin. Incluso Miles Davis se quedó estupefacto la primera vez que oyó Round Midnight, la balada más hermosa de la historia del jazz. Pasaron dos años antes de que se atreviera a meterle mano.

Era un tipo raro, eso estaba claro. Era raro hasta en el nombre, Thelonious Sphere Monk, un nombre que sonaba a rompecabezas, a plegaria de góspel en esas iglesias baptistas donde empezó a tocar el piano. Thelonious por su padre, Sphere por su madre y Monk, una sola sílaba inesperada, un brusco acorde en mitad de un solo. Nació en Rock Mount, Carolina del Norte, en 1917, pero eso sólo era un accidente, una nota falsa en una biografía circunscrita casi exclusivamente a Nueva York, al barrio de San Juan Hill donde se crió entre predicadores y pianolas mecánicas. Monk absorbió muy pronto todo lo que había a su alrededor: música de órgano, solos de piano stride, James P. Johnson, himnos religiosos. En aquella época estaba de moda el toque rápido y deslumbrante, al estilo de Art Tatum, el virtuosismo polifónico que Bud Powell llevaría hasta el límite. Pero Monk prefería tocar como Monk, es decir, a su modo, ni despacio ni deprisa sino en un tempo propio, un ritmo extraño donde todo se llenaba de recovecos, ángulos imposibles y una extraña y conmovedora belleza. Nadie tocaba como él, trabajando sobre las teclas a golpes, como un minero, soltando los dedos a puñados mientras iba extrayendo diamantes, armonías llameantes, flores nunca vistas.

Decían que estaba loco, hablaban de autismo, de esquizofrenia, pero eso sólo eran etiquetas, pegatinas, lo mismo que jazz, bebop, hard bop. Lo cierto es que su música no se parecía a nada ni a nadie, igual que él, y por eso muchos de sus temas no llevaban más firma que su nombre: Monk??s Mood, Monk??s Dream, Blue Monk. Todas eran melodías dificilísimas y a la vez increíblemente pegadizas, inolvidables, inconfundibles, como si siempre hubieran estado ahí colgando como frutas del piano, esperando que alguien pasara y las bajara de una patada.

 Junto a él, casi desde el principio, siempre estuvo Nellie, su mujer, su roca, la chica del barrio que fue su primer y último amor, la única criatura en el mundo que lo amaba incondicionalmente, que lo aceptaba tal como era, con sus silencios, sus gruñidos, su ternura animal, sus diálogos incomprensibles. Una vez un trompetista se quejó de lo compleja que resultaba una partitura y Monk le dijo que la música estaba dentro de la trompeta, que sólo tenía que sacarla. Otra vez un saxofonista le preguntó si una nota era re o re bemol y Monk respondió: ??Sí, una de las dos?.

 Aparte de Nellie sólo estaban sus hijos, sus amigos del barrio, su protectora Nica, la baronesa de Koenigswarter a la que dedicó Pannonica y que tanto le ayudó durante sus últimos años, los grandes colegas que se aventuraban en las entrañas mismas de su música. Pero cuando la música fallaba no había manera de seguirlo hasta el fondo de su mutismo y entonces únicamente Nellie lo acompañaba, dándole de comer, cuidándolo hasta que decidía emerger a la vida. Un día ella enfermó y Monk pasó toda la convalecencia en el hospital, apurando la hora de la visita hasta que lo echaban a la calle. Deambulaba con la puesta de sol sobre el Hudson de fondo, componiendo la definitiva canción de amor a su mujer, Crepuscule with Nellie, la única balada donde jamás improvisó, la que no podía cambiar jamás, igual que ella.

Era un tipo grande, enorme, y sólo por eso y ser negro y callado ya solía tener problemas. En 1951 lo pillaron con una papelina de droga encima y se pasó tres meses en la cárcel porque no quiso denunciar a su amigo Bud Powell. Otra vez entró en un hotel, el conserje se asustó, pidió ayuda y un policía, intentando sacarlo del coche, le destrozó las manos a porrazos. A veces, cuando le daba por ahí, se ponía a caminar, largos paseos en círculos que abarcaban manzanas enteras hasta que estrechaba los círculos, daba vueltas a su casa, subía, se ponía a girar por el apartamento, dando vueltas y vueltas en torno a una silla como una peonza en busca de equilibrio. A menudo, en medio de un concierto, se levantaba del asiento y empezaba a bailar como un oso, girando los brazos. Un periodista le preguntó si aquel baile de derviche tenía algún sentido ritual y respondió a su manera: ??Me canso de estar sentado al piano?.

Es difícil estar callado pero Monk se ejercitó toda la vida hasta que alcanzó la perfección: pasó los últimos seis años (hasta que murió en 1982 de una hemorragia cerebral) en completo silencio, sin hacer música ni tocar el piano, sin hablar con nadie: ni con sus amigos ni con Nica ni con sus hijos ni siquiera con Nellie. En todo ese tiempo, durante la larga ronda de la medianoche, nunca se puso sombrero.