David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


A vueltas con Tolstoi

Se cumple el centenario de Tolstoi y tres amigos de Hotel Kafka ??Eduardo Vilas, Rafael Reig y Guillermo Aguirre- han intentado desenmarañar el enigma insoluble del gran novelista ruso en Ámbito Cultural (www.ambitocultural.es). Sucede que Tolstoi es enorme, uno de esos escritores que ocupa todo el ámbito de un idioma e incluso más allá: el equivalente en ruso de lo que significa Cervantes al español, Shakespeare al inglés, Dante al italiano o Montaigne al francés. El problema es que Tolstoi no se contentó con ser novelista, tal vez el mayor que haya existido, ni escritor, ni pensador, sino que pretendió acaudillar una revolución espiritual como no se había visto desde los tiempos de Jesucristo.

La verdad, Tolstoi no se conformaba con ser un nuevo Jesucristo. Quería ser Dios. Según cita Paul Johnson, una vez le escribió a Gorki: ??Yo mismo, cuando escribo, siento repentinamente lástima de cierto personaje y entonces le otorgo alguna cualidad positiva o desposeo a otro de una, para que en comparación con los demás él no resulte tan oscuro?. Esa visión de sus criaturas descritas a vista de pájaro es lo que le da a Guerra y paz su tono arcangélico, desapegado, de una grandeza sobrehumana e inhumana a la vez: una partida de ajedrez en manos de un dios olímpico. Sin embargo, aunque el más minúsculo aprendiz de novelista ha sentido ese impulso irresistible al jugar a creador, a Tolstoi no le bastaba con el poder de la ficción. El quería cambiar el mundo.

Como muchos otros aprendices de profeta, Tolstoi sintió la llamada recurrente del ascetismo: por eso mismo vivió su sexualidad desbocada y torrencial como un infierno. A lo largo de su vida, se acostó con cientos de mujeres, prostitutas, campesinas, cosacas, siervas, lo que fuera, y ni un solo momento dejó de arrepentirse. En su ansia irrefrenable por la pureza, logró que la vida marital con su esposa Sonya se convirtiese en un lodazal de autoindulgencia y desprecio. Rebeca Tabales me dio a leer un relato suyo absolutamente magistral, El padre Sergio, en cuyo protagonista puede verse un autorretrato del propio Tolstoi. En resumen, El padre Sergio cuenta la historia de un aristócrata vanidoso que, igual que quiso ser el mejor militar de Rusia, lo abandona todo para convertirse en santo. Cuando está retirado en su cabaña, una hermosa viuda aparece en su puerta para tentarle en una frívola apuesta. Sergio no ve otra manera de escapar a a la tentación que cortarse un dedo con un hacha. Cuando ya es un anciano y las multitudes van a venerarlo, aparece un hombre que lleva a su hija enferma, una joven discapacitada. Sergio no aguanta la tentación y acaba acostándose con ella: entonces se da cuenta de que su impulso primigenio no es la humildad sino la soberbia y de que su vida entera es una farsa.

La historia resulta ciertamente profética, pues según cuenta a algunos de sus biógrafos, Tolstoi no dejó de ??pecar? hasta pasados los ochenta años. Esa visión pecaminosa del acto sexual contaminó su ya deficiente opinión de las mujeres, a quienes veía como seres repugnantes y lujuriosos, apenas una simple transposición de la serpiente bíblica. En su artículo, Eduardo Vilas se pregunta cómo es posible que el hombre que escribió Ana Karenina fuese el mismo que firmó La sonata a Kreutzer, donde prácticamente erigió un canto a la misoginia. No sabemos cuál es la respuesta, pero el verdadero misterio es cómo un misógino de la talla de Tolstoi (que trataba a patadas a su mujer y a sus hijas) pudo insuflar tanta vida en una de las más bellos monumentos levantados al alma femenina.

Ocurre que, como tantos otros amantes de la Humanidad (con mayúscula), a Tolstoi le importaban muy poco los hombres y mujeres que tenía al lado (Paul Johnson dixit). Aparcaba los destinos individuales para cuando se calaba la gorra de novelista. Y al igual que su lucha entre la santidad y la carne, vivía en la contradicción constante de ser un gran terrateniente con enormes posesiones, caballos y siervos, y el vago deseo de emprender una vida de renuncia. Otro tanto puede decirse de lo que pensaba de la amistad y de qué trato dispensaba realmente sus amigos. El modo en que se distanció de Turgenev, con quien se peleó y jamás quiso hacer las paces, ni siquiera en su lecho de muerte, fue imperdonable. Tal vez lo que no perdonaba Tolstoi es que Turgenev le hubiera echado una mano en sus comienzos. En cuanto a su lamentable final, esa fuga metafísica, esa ??huída hacia Dios? que Stefan Zweig se encargó de convertir en el último episodio de una hagiografía espuria, ese episodio entre trágico y ridículo que pone punto final a su vida en una estación de tren, tal vez no fue otra cosa que el intento de un hombre extraordinario y extraordinariamente contradictorio por huir de sí mismo.

En definitiva, Tolstoi era un genio pero, como sucede con tantos otros genios, en muchos aspectos podía ser un perfecto imbécil. Dicho suavemente: su genio no sólo abarcaba flaquezas, vergüenzas y discordancias al lado de sus evidentes virtudes, sino que además le hizo errar por completo la perspectiva de tiro. También Wagner se creía ante todo un pensador y filósofo de primer orden pero hoy sabemos que sus ideas son de pacotilla y lo recordamos exclusivamente por su música. A Tolstoi le chocaría descubrir que la posteridad le ha encumbrado por sus grandiosas novelas y que sus intentos reformistas y  los libros religiosos a los que dedicó buena parte de sus últimos años producen algo entre el rubor y la lástima. En su crítica sobre La última estación, de Michael Hoffman (una película que recrea los momentos finales de Tolstoi) Reig asegura que el cine simplifica muchas de sus ideas hasta dejarlas al nivel de una canción de los Beatles. Sin embargo, las grandes novelas de Tolstoi se sostienen no por las ideas que hay allí metidas con calzador (las interminables divagaciones agrícolas de Ana Karenina, la ridícula teoría de la Historia que salpica de cuando en cuando Guerra y paz) sino a pesar de ellas. Tolstoi es inmenso cuando pinta y lamentable cuando razona o explica. No hay más que leer algunas de sus anotaciones a vuela pluma: ??Cuanto más vivo, más convencido estoy de que el amor es lo más importante?. O: ??Conocer a Dios y vivir es una y la misma cosa. Vive buscando a Dios y no vivirás sin Dios?. O: ??El mundo sería mucho mejor si las mujeres hablasen menos?. O ésta, curiosamente preclara: ??Los niños no necesitan ningún tipo de educación. Estoy convencido de que cuanto más sabio es un hombre, más estúpido resulta?.

La última frase no sólo tiene el trazo de un autorretrato sino que recuerda también aquella  idea de Anthony Burgess según la cual no resulta aconsejable para un novelista ser demasiado inteligente. Tal vez de ahí las tentativas fallidas de tantos grandes pensadores metidos a novelistas, de Bertrand Russell a Jünger. Tal vez de ahí la grandeza de Tolstoi.