Ricas y famosas
La cuestión de qué distingue a los millonarios del resto de los mortales es un hermoso tema literario. Truman Capote se pasó media vida jugando a mascota de lujo de la alta sociedad neoyorquina hasta que un día le dio por pasar a limpio algunos cuchicheos: entonces lo expulsaron sin miramientos a la puta calle. Fitzgerald escribió sus mejores novelas intentando penetrar en el arcano del dinero, el modo en que los visones y los cubiertos de oro podían trascender a otro estadio de humanidad. Gatsby, el arribista que llega hasta la cima de la pirámide social, se despeña al no poder descifrar los códigos secretos que rigen el dulce y estúpido rumoreo de los dólares incubándose a sí mismos. Acaba devorado, como un vegetariano entre caníbales.
Hoy la televisión nos ha permitido penetrar en el tabernáculo de la riqueza. Capote y Fitzgerald se hubieran abofeteado con ganas de saber que basta el afán de pavoneo, las ganas de figurar, para entrar hasta el fondo de alcoba donde los billetes se aparean. Eso y el pulso de un cámara capaz de filmar tales rituales sin vomitar y la desvergüenza de una cadena capaz de retransmitirlos como si se trataran del colmo del buen gusto. Bodas alucinantes, horrendas y carísimas puestas de largo, niñas malcriadas, caniches principescos forman un espectáculo increíble, un obsceno documento antropológico del rango de una ablación de clítoris. Hay que felicitar a la Sexta porque, la verdad, no se puede caer más alto.
Hannah Arendt, en su estudio del nazismo, dio con la feliz expresión ??banalidad del mal? para explicar cómo un funcionario gris y ratonil podía ser responsable del mayor genocidio de todos los tiempos. La expresión se puede extrapolar al tema del dinero hasta hablar de una ??banalidad de la riqueza?. No hay más que ver a esas jovencitas histéricas que berrean por un tercer pura sangre. No hay más que ver a la Munar entrando en los juzgados como si desfilase por la pasarela Cibeles, sentándose en el banquillo con la misma prestancia que si fuese un trono medieval. A Munar y a sus pieles le podían haber dedicado una serie entera de Ricas y famosas, con un extra dedicado al problema de higiene política de Antich y a las escobillas de Matas.
En España circula una estirpe de nuevos ricos que se sientan en el banquillo mirándonos al resto de los mortales como a gilipollas. Esa patente del privilegio que va de la chulería de una tonadillera al desparpajo de aquel concejal que colgaba mirós en el retrete porque ya no le cabían en el despacho. No era más que síndrome de Diógenes, sólo que con mucha pasta. También Elvis, en su casa de Memphis, tenía un retrete de oro macizo. Al final de su vida, Capote descubrió qué es lo que hacía distintos a los ricos: ??Tienen más dinero?, dijo.